lunes, 29 de marzo de 2010

Carta de despedida

Estoy en mi cuarto, tendido en mi cama, absorto en mis pensamientos y una música llega a mis oídos, no se de donde proviene pero envuelve mi ser y me tranquiliza. Trato de sentarme, pero los dolores me dejan inmóvil mirando al techo, el cual se va llenando poco a poco de imágenes o tal vez de sentimientos. Escribo esta carta para que algún día puedas entenderme y no desprecies mi silencio, para que sepas que amé y fui amado sin merecerlo. Mi esposa, mis hijos, mis hermanos, tu, todos me dieron lo mejor de sí y yo fui incapaz de corresponderles como se merecían. No quiero justificarme, sería cobarde reconocer mis errores, solo quiero desahogarme ante el miedo de lo desconocido. Contigo viví y en el recuerdo de nuestras aventuras furtivas, he añorado lo que pudo haber sido y no fue y quien sabe si alguna vez lo será. Me queda poco tiempo, lo puedo sentir por el aire frío que recorre mi cuerpo de cuando y cuando. Quiero borrar de mí ese sentimiento de impotencia que duele tanto, ese sentimiento que deja mi corazón dolido. Dime que todo está bien, que quedan esperanzas, que no todo es dolor. Dime que vale la pena lo que se sufre. Ruedan por mis mejillas unas lágrimas. Sigue la música y me ciega ante las imágenes que rondan por mi mente, una tras otra, imágenes junto a ti, aquella mujer que conocí en mi juventud y que en algún momento de mi vida la perdí. Sigo pensando, recordando, dejándome llevar por lo que escucho, suave, pero al mismo tiempo rítmico....y se suceden una tras otra tantas cosas vividas, tantas cosas deseadas...y se piensa en las que quedan por vivir y me pregunto ¿tendré tiempo? ¿Podré algún día ser feliz con quien tanto deseo? Y por más que lo intento sólo un pasado y un presente, dejando de lado a un futuro que no termina de llegar. Son tantas cosas las que sueño, que me haría falta otra vida para vivirlas y...no tengo tiempo. Siento que se me va de entre mis manos y callo lo que mi corazón pide a gritos. Una nueva oportunidad. Ruedan lágrimas por mis mejillas, de impotencia, de rabia, de sueños rotos...y de tantas cosas más... Se agota la música, va llegando a su fin y no quiero que termine, por que pienso que también terminará todo para mí…son tan lindos los recuerdos, aunque duelan...Se ha de vivir la vida, dar cuanto se tiene porque si guardas los sentimientos igual te das cuenta tarde... Que no amaste cuanto podías y no diste todo cuanto tenías de ti...El amor es eso, dar todo...Y en el sopor de las lágrimas sintiendo que cada vez amo más y ya no soy correspondido...tengo presente este sentimiento dentro de mis pensamientos...voy dejando que me venza el sueño, esperando exhalar mi último aliento.

El Último Tren

Ralph Gallego, hombre cuarentón, ni muy alto, ni muy bajo, ni muy gordo, ni muy flaco, llegó a toda prisa a la estación de tren, su impecable camisa blanca se veía ahora adornada por pequeñas manchas de sudor que se dibujaban por debajo de sus axilas. Acercó su nariz para cerciorarse de que no desprendieran mal olor, olió varias veces un lado y el otro asegurándose que sólo eran manchas inodoras. Se había vestido a conciencia para dejar una grata impresión y no quería que unas manchas lo estropearan todo. A lo lejos divisó la señal de baño público colgada en una de las columnas de mármol rosa que se erguía imponente a un costado de la estación. Dirigió sus pasos hacía allí, mientras hurgaba en los bolsillos de su pantalón buscando el paquete de pañuelitos que siempre cargaba consigo para secarse las gotas de sudor que aún recorrían su cuello. Vio la hora en su reloj de muñeca y echó una mirada alrededor. No encontró lo que buscaba y apresuró el paso hacia los baños. En la entrada había un hombre mayor vestido de gris con una gorra negra que, al paso de cada persona que entraba, decía -50 céntimos por favor-. La gente, en su mayoría, entraba sin más tirando la moneda sobre el plato pequeño de cerámica que reposaba en una mesa de madera blanca, acompañado por un paquete de servilletas para secarse las manos y una campanita dorada, pero Ralph se detuvo y le reprochó al anciano que cobrara por usar el baño.
-Estamos en un sitio público y no veo el motivo de que tenga que pagar 50 céntimos por entrar a orinar- le dijo con voz gruesa.
-Tengo que ganarme la vida señor – le respondió el anciano sin mucho ánimo y sin verle a la cara, acostumbrado ya a escuchar los mismos reproches – si no está de acuerdo puede irse a otro sitio.
Ralph estuvo a punto de replicarle, el impulso inicial de su réplica le hizo dar un paso adelante y levantar la mano en señal de advertencia, pero se contuvo. Sacó el monedero de uno de los bolsillos traseros de su pantalón y reunió entre las monedas de 5, 2 y 1 céntimos, los 50 que el anciano le pedía para entrar. Se las tiró en el plato.
-Esto es un abuso y me quejaré a la administración- le dijo entrando a toda prisa.

El baño estaba atestado por hombres con sus maletines ejecutivos que se acicalaban frente al pequeño espejo que no daba para más reflejos. Los lavabos desprendían un olor fétido que se mezclaba con el olor de los urinales y de los váteres. Ralph dio unas arcadas y se tapó la nariz con uno de los pañuelos que había usado para secarse las gotas de sudor de su cuello. Al desocuparse uno de los lavabos, corrió hacia él llevándose por delante a un señor de pequeña estatura que le reclamó su mala educación.
-Disculpe, estoy apurado porque mi tren sale en 5 minutos – le dijo a manera de excusa y dándole la espalda. Alcanzó el grifo oxidado del lavabo y se lavó la cara y enjuagó la boca y al alzar la mirada vio uno de los secadores de mano desocupado. Corrió hacia él y accionó el botón plateado. Se frotó las manos húmedas frente al aire caliente que emanaba del ruidoso aparato, luego colocó una de sus axilas y después la otra. Cuando comprobó que las manchas habían desaparecido, sacó del bolsillo de su camisa una muestra de perfume que desprendió de una de las revistas que vendían en el kiosco de la esquina de su casa y se lo esparció por el cuello, las manos y parte de su ropa. Alzó su cabeza sobre las cabezas de los hombres que tenía delante para darse una última mirada al espejo antes de salir de aquel baño inmundo. Al pasar por el lado del anciano, le recordó que haría la reclamación y que esperaba que la próxima vez no se le cobrara por usar el baño.
-Si al menos usara ese dinero para mantenerlo limpio, quizá no me quejaría – le dijo antes de enrumbarse hacia las escalinatas de una de las entrada de la estación.

La estación de trenes tenía cuatro entradas que desembocaban en unas escalinatas que conducían al centro del edificio. Cualquier persona que entrara o saliera debía pasar forzosamente por allí. Ralph tenía que estar pendiente de quien subía o bajaba esas escaleras. Había quedado en encontrarse con una chica que conoció por Internet. No sabía como era físicamente, solo sabía que ella lo ubicaría por su camisa blanca, sus pantalones negros y una pajarita azul, eso fue lo que convenido. Miraba repetidamente por todos lados, a su izquierda y a su derecha, delante y detrás y no veía a ninguna chica acercársele. Encendió un cigarrillo que rápidamente tuvo que apagar cuando uno de los vigilantes de la estación le indicó que estaba prohibido fumar allí. Caminaba de un lado a otro buscando cómo matar el tiempo mientras esperaba. Se tocaba los bolsillos de vez en vez y cuando quiso sacar un chicle para mascar, se topó con la pajarita azul enredada en la caja de chicle.
-Maldita sea – dijo casi gritando - ¿cómo no me di cuenta que no tenía puesta la pajarita?
Un niño que pasaba agarrado de la mano de su madre, dio un respingo al escucharle maldecir y se le quedó mirando fijamente.
-Tu que miras – le espetó Ralph, a lo que la madre del niño lo agarró con mas fuerza y salió corriendo de allí. – A ver si le enseña a su niño a no meterse en lo que no le importa – le dijo a la madre mientras ésta se perdía entre la multitud.

Intentó colocarse la pajarita, pero sin un espejo para él era misión imposible. Cuando se dio por vencido, miró nuevamente hacia el aviso de baños públicos y arrastrando los pies se dirigió nuevamente hacia él. En la entrada volvió a toparse con el mismo anciano vestido de gris que cobraba 50 céntimos al paso de cada persona. Ralph intentó negociar con él para no volver a pagar.
- Mire estuve aquí hace unos minutos y me dejé mi peine dentro, quiero entrar a buscarlo solo será un segundo - le dijo Ralph seguro de que pasaría sin mayor problema.
-Si quiere entrar debe pagar – le indicó el anciano, esta vez viéndole a los ojos.
Ralph se puso colorado y le gritó que era un abusador y que no estaba dispuesto a pagar nuevamente, cuando hizo el amago de entrar sin dejarle los 50 céntimos en el plato de cerámica, el anciano tocó la campanita dorada que tenía sobre la mesa y enseguida se presentó un chico joven de color, de casi dos metros de estatura cuyos bíceps estaban a punto de reventar las costuras de su camisa.
-¿Pasa algo abuelo? – le preguntó el joven con voz grave.
-Lo de siempre, quieren usar el baño sin pagar – le contestó el abuelo, al tiempo que señalaba a Ralph como el culpable de haberlo molestado.

No hicieron falta palabras, Ralph se quedó mudo con los ojos abiertos hasta los límites de su capacidad y como autómata volvió a sacar el monedero de su bolsillo trasero y esta vez reunió de las monedas de 20 y 10 los 50 céntimos que debía pagar de peaje. Entró al baño, un poco desconcertado, intentó entrar a uno de los váteres pero se dio cuenta que estaba allí para usar el espejo. Nuevamente tuvo que alzar su cabeza sobre el mar de cabezas que se miraban al mismo tiempo. Como pudo, se abrió paso entre la gente y se colocó en primera fila, a un costado. Apenas se podía ver la cara y el cuello. Dándose codazos con el hombre alto que tenía al lado, enredó la pajarita en un nudo grueso y al cabo de dos vueltas, completó el proceso de colocarse ese accesorio azul que empezó a molestarle, impidiéndole tragar con normalidad. Usaba su dedo índice para intentar aflojar un poco el nudo que se había hecho, al tiempo que caminaba hacía la salida del baño. Otra vez al pasar por el lado del anciano, quiso decirle algo pero al verlo acompañado del nieto guardaespaldas se abstuvo y sólo se limitó a lanzar una mirada de desafío que fue respondida por el chaval con un -¿tiene algún problema Señor?
Se alejó murmurando algo inaudible y cuando estuvo lejos del alcance de los oídos del joven y del anciano, dijo en voz alta – Malditos abusadores.

Nuevamente se puso a dar vueltas en círculos por el centro de la estación, miraba de cuando en cuando su reloj de pulsera y comparaba la hora con la que daba el reloj inmenso que coronaba una de las paredes laterales, ajustando las manecillas cada vez que su reloj no cuadraba con la hora dada por el reloj de la estación. Se fijó en los cuadros que adornaban el techo, un mosaico bizantino con una virgen pintada al temple. La Virgen vestía una túnica roja arropada por un manto azul marino. Una redecilla verde le recogía el cabello. El Niño que la acompañaba vestía una túnica verde con cinturón púrpura y manto marrón claro. A la derecha de la figura había un hombre con una túnica verde y a la izquierda otro hombre con túnica y manto escarlata. Los pliegues de las túnicas venían acentuados con reflejos dorados. Vio unas letras a los laterales de cada figura que casi no podía leer, fijó más la vista y trató de comprender aquellos caracteres latinos hasta darse cuenta que eran los nombres de los personajes que componían el cuadro. Por eso supo que los hombres que flanqueaban a la virgen eran San Miguel y San Gabriel y que la virgen era la del Perpetuo Socorro. Una vez que hubo contemplado el mosaico de la bóveda central, se dirigió a una máquina de refrescos a sacar una Coca Cola. Tomó un sorbo, lo saboreó y emitió un gesto de satisfacción, luego tomó dos sorbos seguidos y descansó pasándose la lengua por los labios. Una gota del refresco rodó por su mentón que inmediatamente limpió con la manga de la camisa. Contempló la manga por unos segundos y luego hizo un gesto de rabia al darse cuenta del grave error que había cometido. Una pequeña mancha marrón resaltaba de la manga inmaculada. Corrió al baño, pero se detuvo en seco al ver otra vez al anciano. Miró a los alrededores tratando de adivinar el escondite de la mole negra que minutos antes lo dejó sin palabras, al no verlo fue con paso seguro a saltarse la barrera que lo separaba del baño. Cuando estuvo a la altura del anciano, éste le impidió el acceso cerrándole el paso con su bastón de madera.
-Ya sabe las reglas, 50 céntimos o no entra – dijo el anciano notándose la molestia en su voz.
-Pero si ya le acabo de dejar un euro y no he estado más de un minuto en el baño – replicó Ralph con tono aún más molesto.
El anciano estuvo a punto de coger la campana nuevamente cuando Ralph le dijo que lo dejara, que no entraría al baño.
– Esta vez no me robas mi dinero viejo ladrón – le gritó dándole la espalda y alejándose del lugar. Resolvió el tema de la mancha doblando las mangas hasta los codos, al menos así no se vería.

Pasaron 15, 20 hasta 30 minutos y Ralph ya no sabía que hacer. La cita era a las en punto y ya llevaba una hora de retraso. Dio vueltas por cada una de las entradas, por si acaso la chica lo estuviera esperando fuera. Se paseó de arriba abajo, señalando su pajarita azul a cuanta mujer se le cruzara. Al salir, se percató que el sol se estaba ocultando y la luna empezaba a iluminar las calles. Escuchó el ruido de los coches que se mezclaban con los silbidos de los trenes anunciando sus salidas. Entró nuevamente y se quedó solo en medio de la estación, el bululú que segundos antes llenaba el ambiente se fue diluyendo poco a poco hasta convertirse en pequeños murmullos de algunos rezagados que llegaban a toda prisa a coger el último tren de las 8.
-Todos suben al tren menos yo – se dijo a sí mismo sentándose en el medio de la estación, cruzó las piernas y se pasó las manos por la cabeza, despeinándose el poco pelo que aún conservaba en su incipiente calva. Cuando se dio cuenta que nadie vendría a su encuentro, se levantó poco a poco, con movimientos forzados como si le dolieran los huesos y nuevamente se dirigió al baño. Allí seguía el anciano vigilando la entrada. Esta vez, sin mediar palabras, sacó el monedero y dejó caer una moneda de 50 céntimos sobre el plato. El anciano lo miró y Ralph le devolvió la mirada. Su semblante serio y adusto era ahora triste y lánguido. Quiso decirle algo pero no lo hizo y en lugar de entrar al baño se dio medio vuelta y se alejó lentamente. Cuando hubo caminado unos pasos, sintió una mano tocarle al hombro. Se volteó con expresión de asombro, casi de alegría, con una amplia sonrisa, la cual se desdibujó súbitamente al darse cuenta de que quien llamaba su atención era el anciano de la puerta del baño. Se volvieron a mirar y finalmente el anciano le dijo
– Si, le acepto esa cerveza.

domingo, 28 de marzo de 2010

No hay tres sin dos

Salió del baño algo confusa. Su estómago seguía revuelto y el alcohol que había ingerido le producía un terrible malestar. Se prometió a sí misma no beber más la próxima vez. Su aspecto no debía ser realmente bueno, se iba tambaleando y más de una vez tuvo que apoyarse en la pared para no perder el equilibrio. Estaba tan concentrada en mantener una mínima estabilidad que ni siquiera se dio cuenta de que se había acercado hasta ella un hombre.
-¿Te encuentras bien? –preguntó preocupado.
-Sí, bien. Creo que ha sido la cena, me ha sentado fatal. Tengo algo revuelto el estómago.
-Estás bastante pálida, será mejor que te sientes si no quieres desmayarte...mira, aquí tienes un asiento.- señaló un pequeño taburete que adornaba en solitario la entrada del local.
Mientras se sentaba se detuvo a mirarlo con calma. Era joven, quizás incluso de su edad, tenía el pelo corto y ligeramente ondulado, llevaba perilla y tenía unos maravillosos ojos azules. Acababa de salir del infierno y se encontraba ahora en el paraíso. Lo cierto es que su aspecto le era familiar, lejanamente familiar.
-¿Estás mejor?
-Sí gracias. –respondió mostrándole su mejor sonrisa.
-Tú yo nos conocemos. Mi nombre es David. Tú eres Conchi ¿verdad? Estuve un tiempo saliendo con una amiga tuya, Virginia.
-David… ¡Claro, es verdad! Apenas te había reconocido. Han pasado unos cuantos años. ¿Qué tal te va? Perdí el contacto con Virginia hace mucho, ¿sabes algo de ella?
-No, que va, cortamos cuando me fui a Estados Unidos y terminé mi carrera de ginecología. Oye, tengo que marcharme, pero no dudes en llamarme si te sigues encontrando mal. Me alegro de verte. No has cambiado nada, estás igual de guapa.
-Yo también, y gracias.
David sacó una tarjeta de visita, se la puso en su mano y caminó por el pasillo hasta meterse por una puerta. Conchi se acordó de lo mucho que hacía que no iba a hacerse una revisión y se prometió a sí misma concertar una cita cuanto antes con él. Se levantó de la silla y caminó de nuevo hacia su destino. Al torcer la esquina y llegar al parking, todo había cambiado. Las amigas de su hermana reían alegremente y Juan Carlos y Andrés, con las caras algo más amoratadas que antes, hablaban tranquilamente entre ellos, sorprendiéndose aún más al ver que Juan Carlos había puesto su brazo encima del hombro de su vecino en una postura de camaradería que jamás hubiera creído que vería entre ambos. Incluso, Juan Carlos había tenido el detalle de dejarle su americana a Andrés para que se protegiera del frío. Cuando llegó hasta ellos, no quiso siquiera preguntarles lo que había pasado para que de repente todos sus odios se hubieran convertido en amistad. ¿Acaso habían decidido que tres eran mejor que dos y se iban a convertir en los protagonistas de un remake de "Una mujer para dos"? ¿Los puñetazos les habían dejado tan confundidos que ya no sabían lo que hacían? ¿Se habían dado cuenta realmente que era una estupidez luchar por ella y que al fin y al cabo, un amigo es para siempre? Se puso junto a ellos y les miró interrogante. Fue Juan Carlos el que tomó la palabra.
-Conchi, es hora de que te decidas por uno de los dos.-afirmó con rotundidad.
Miró a Juan Carlos y a punto estuvo de decirle que era él el que elegiría, pero no quiso siquiera mover los labios.
-Juan Carlos tiene razón.-dijo Andrés mirándole mientras Juan Carlos hacía un movimiento afirmativo de cabeza
Miró a Andrés y le preguntó si sería capaz de tener una relación normal con él. Pensándolo fríamente, lo que había entre ellos estaba relacionado fundamentalmente con el sexo, muy buen sexo, eso sí, pero nada que le hiciera pensar que en un futuro podría haber una relación normal de pareja entre ambos. El hecho de no poder tener hijos había inclinado la balanza en su contra. Su reloj biológico sonaba cada vez con más fuerza. Se apartó por un segundo de ambos pretendientes para intentar tomar una decisión. La duda la consumía, pero su cerebro mandaba señales en una sola dirección. Cuando volvió con ellos para darles su veredicto, los vio nuevamente peleando, esta vez con mayor vehemencia que la vez anterior. Decidió dar media vuelta y dejarlos en su pelea, al meter la mano en el bolsillo de su chaqueta se topó con la tarjeta que minutos antes le había dado David. Se quedó pensativa y se dijo a sí misma ¿por qué no? Se marchó dejando a los dos hombres peleándose por ella, ya decidiría con quien quedarse o tal vez no se quedaría con ninguno. David la había salvado de momento.