domingo, 4 de agosto de 2013

Lisboa: ciudad dividida por el Tajo

Lisboa no es una ciudad que te enamora a primera vista, tienes que pasar varios días entre sus calles y barrios para descubrir su belleza. No es una ciudad monumental como París o Londres, no se parece a una ciudad de cuentos de hadas como Praga o Brujas, ni siquiera es una ciudad práctica como Nueva York o Barcelona. Es una ciudad decadente, sucia y ruidosa, con un centro histórico conformado por calles empinadas que te conducen a barrios que parecieran haberse detenido en los años 70. Y es justamente esa decadencia, ese vivir en el pasado de espaldas a la modernidad, conservando cierto candor e inocencia, lo que termina atrapándote a lo largo de los días. Mi primera experiencia en la capital portuguesa no fue positiva. Caminé cuesta abajo el barrio de Graça, pasando por el barrio de Alfama, hasta llegar a pocos metros del puerto y a mi paso lo único que vi fueron edificios abandonados, quemados y a punto de derrumbarse. Mi compañero de viaje me hizo la observación de que se sentía como el protagonista de la película El Pianista, caminando por una ciudad en ruinas producto de la guerra. Y es que Lisboa tuvo que reinventarse a sí misma porque si no fue la guerra (me enteré que el monumento Cristo Rei, un Cristo similar al Cristo Corcovado de Brasil, fue un monumento que los cardenales portugueses prometieron levantar si Portugal no entraba en conflicto durante la Segunda Guerra Mundial. Como así fue, en 1959 inauguraron esta enorme estatua de 110 metros de altura coronando la cima de la única colina que hay en la pequeña ciudad de Almada), fueron las fuerzas de la naturaleza que se ensañaron con esta metrópolis en 1755 con un potente terremoto, acompañado por un letal tsunami y un abrasador incendio que destruyó por completo la ciudad y ocasionó más de 100 mil muertes. Por eso, de la nada, los portugueses tuvieron que levantar esta ciudad que perdió en parte el esplendor de su época dorada (la mayoría de las edificaciones fueron reconstruidas siguiendo estilos diferentes al original) pero que, sin embargo, ganó un estilo propio difícilmente visto en ninguna otra ciudad europea.

Hay cuatro cosas que me llamaron poderosamente la atención: los viejos tranvías que recorren sin parar de un extremo a otro cada uno de los barrios que conforman el centro histórico, los elevadores que unen la parte baja a la parte alta, los azulejos que decoran muchas fachadas de casas y edificios y su olor. Hay ciudades que son recordadas por su olor, por ejemplo, el olor a chocolate me hace recordar a Bruselas, el olor a flores me hace recordar a Amsterdan, el olor a leña quemada me hace recordar a mi querida Málaga (por sus espetos) y Lisboa huele a pescado (específicamente a sardina). Y aunque uno puede pensar que es desagradable, pues no, terminas acostumbrándote y a identificar a la ciudad con ese olor y la evocas como algo característico que va intrínsecamente ligado. Estos detalles son los que a la larga te atrapan y te hacen disfrutar de la ciudad, amén de otros que también forman parte de la idiosincrasia portuguesa. Pero como dije antes el viaje no empezó con buen pie y sumado a que la primera impresión no fue buena, estuvo el hecho de habernos perdido durante un buen rato, dando vueltas en círculo y terminando siempre en el mismo punto. Y eso que teníamos un mapa general y apelamos también al GPS del móvil, pero nada, no entendíamos el por qué nuestros pasos nos conducían siempre al mismo sitio si seguíamos las indicaciones tanto del mapa como del GPS, al final terminamos tomando un taxi para ir al apartamento que habíamos alquilado. Menos mal que la brisa vespertina proveniente del río Tajo nos dio una sensación térmica inferior al tiempo veraniego, haciéndonos más agradable la caminata.

Al día siguiente, más descansados y con las ideas más claras, entendimos el por qué no dimos con el camino a casa la noche anterior y es que se hace difícil trazar en 2D la geografía del centro histórico. Lisboa está conformada por un conjunto de calles empinadas (muy al estilo de San Francisco, este hecho y el puente 25 de Abril por su parecido al Golden Gate fueron dos recordatorios constantes a la ciudad californiana) que se bifurcan en numerosos callejones, que a su vez se unen a otras calles y “callecitas”, convirtiéndola en un verdadero laberinto imposible de plasmar en papel, más aún si la ciudad se divide en dos partes (alta y baja) y muchas de las calles principales que comienzan en la parte baja se mezclan con callejones en la parte alta y que no se reflejan en los mapas. Una vez que entendimos eso, trazamos una ruta para regresar a casa sin perdernos de nuevo y fue llegar siempre a la parada del tranvía cercana a la Iglesia de la Magdalena y allí tomar el tranvía 28 dirección Martim Moniz y bajarnos en la Iglesia San Vicente de Fora, la parada más cercana al apartamento. Eso nos evitó tomar taxis cada dos por tres o caminar sin dirección ni rumbo buscando el camino a casa. Ese segundo día empezamos a disfrutar de la ciudad. Lo primero que hicimos fue ir a la parte moderna para quitarnos de la cabeza la mala impresión del día anterior. Tomamos el metro, un metro bastante moderno aunque sus trenes y estaciones reflejan un poco la decadencia que vimos pero con la diferencia de estar mejor cuidados y limpios y cumplir al pie de la letra los tiempos de espera reflejados en las pantallas. Caminamos por el Centro Comercial Vasco de Gama, muy al estilo de los malls americanos e hicimos un recorrido por el Parque de las Naciones, lugar donde se llevó a cabo la Exposición Mundial de 1998. Acontecimiento que cambió definitivamente la cara de Lisboa modernizando esa parte de la ciudad y adaptándola a los tiempo actuales. Su Acuario es uno de los más completos y espectaculares de Europa (aunque no llegué a entrar porque no me apeteció en ese momento) y los pabellones se reutilizaron para levantar escuelas y centro de enseñanzas profesionales (a diferencia de los pabellones de la Expo de Sevilla que terminaron abandonados y en desuso al día de hoy). Me monté en un telecabina para ir de un extremo a otro del Parque y desde arriba apreciar el puente Vasco de Gama (el puente más largo de Europa y de reciente construcción. Vino a dar un respiro al puente 25 de Abril, único hasta entonces que unía las dos orillas del Tajo para formar una única Lisboa), la inmensidad del río Tajo y su desembocadura en el Atlántico y tener una panorámica de la parte moderna, con sus edificios altos, sus casas y chaléts adosados, sin tener nada que envidiar a las urbanizaciones de otras capitales. Pero esa parte moderna me supo a poco, no era la ciudad que quería ver. Mi concepto de Europa es distinto a eso. Yo quería ver joyas de la antigüedad preservadas en el tiempo y desde donde se construyeron los cimientos de la historia actual. Eso es lo que significa para mi este hermoso continente.

Así que decidí volver a la parte antigua y empaparme de esa decadencia que encontré. Por la tarde de ese segundo día recorrimos las principales plazas como la Praça Da Figueira, la Praça de los Restauradores, la Praça de Comercio, la Praça del Marquéz de Pombal y la Praça Pedro IV, mejor conocida como la Plaza del Rossio, por la estación del metro del mismo nombre. Una de las características en común de todas estas plazas es que son espacios abiertos sin ningún tipo de decoración, salvo la estatua plantada en todo el centro del espacio y que le da nombre a la plaza. No hay jardines, no hay bancos para sentarse a disfrutar de la plaza. Sólo la plaza Pedro IV tiene añadida un par de fuentes ubicadas a cada extremo. La plaza que más me gustó fue la Praça de Comercio, por estar ubicada a la ribera del río Tajo, porque era el final de la Rúa Augusta (la principal calle comercial del centro) y porque viene precedida de un mini Arco del Triunfo que fue construido para celebrar la reconstrucción de la ciudad después de su destrucción tras el terremoto. Esta es la plaza más emblemática de Lisboa porque la construyeron sobre las ruinas de lo que fue el Palacio Real. En este recorrido descubrí otro detalle que diferencia a Lisboa del resto de las ciudades que he visitado: sus aceras. Las calzadas y calles están formadas por adoquines y mosaicos conocidos como “el empedrado portugués” y buscando información sobre esta particularidad encontré que, si ya sé que todo tiene el mismo origen, debido al terrible terremoto, decidieron reutilizar los muros y piedras de los escombros de las construcciones venidas abajo tras la catástrofe y convertirlos en adoquines para asfaltar las aceras y las calles. Todo para abaratar costes y aprovechar recursos. De esa tragedia surgió algo original y por la que Portugal comenzó a ser conocida en el mundo. También subí a la parte alta por el elevador de Santa Justa. Es curiosa esta forma de ir de un barrio a otro. Se construyó en 1900 y la idea original era unir los barrios de Baixa con Chiado y así facilitarles la vida a los ciudadanos que tenían que subir empinadas colinas para ir a sus casas o a sus lugares de trabajo. Este elevador es el más destacado por su estilo neogótico y porque utilizaron algunas de las técnicas y materiales aplicados a la famosa Torre Eiffel de París. El mismo ticket que usas para el metro y el tranvía te sirve para subir por aquí. En la ciudad existen varios elevadores que unen distintos puntos. Yo usé éste y el elevador de Gloria (el último día) que une el Barrio Alto al Barrio La Estrela. Al subir por Santa Justa llegas al antiguo Convento Do Carmo hoy en día en total ruinas, pero que en su interior se preservan algunos restos romanos que son la atracción turística del lugar. Decidimos sentarnos a tomar algo refrescante en la plaza que está enfrente del Convento y terminamos de pasar una velada agradable escuchando a los músicos callejeros y refrescándonos con la suave brisa de la tarde. Tan bien la pasamos, que repetimos experiencia el último día en la ciudad.

El tercer día decidimos ir a Belém, una ciudad dormitorio ubicada a 25 minutos en tren de Lisboa. Aquí está la famosa Torre de Belén, el Monasterio de los Jerónimos y el Monumento a los Descubridores Portugueses. Ese día, además de admirar los monumentos que vimos, descubrí otra razón para gustarme la ciudad: su gastronomía. Yo que no soy muy afecto a comer pescado, probé el bacalao más rico que me he comido en toda mi vida. Y es larga la lista de formas de preparar el bacalao que tienen los portugueses y no solo el bacalao sino las sardinas, las doradas, los mariscos. Creo que en este viaje he comido más pescado seguido de lo que había comido hasta entonces. También tuve la oportunidad de probar la Cataplana, el arroz con mariscos y el puerco alentejano, todos con ingredientes provenientes del mar. Otra delicia que probé fue el pastel de Belem, un dulce típico hecho a base de hojaldre y crema. La panadería de Belem, creadora del famoso dulce, tenía una cola larga a su entrada de los turistas deseosos de probarlos. Como hacía mucho calor y no estábamos de ánimos para esperar bajo el sol, decidimos comer el famoso dulce en otra pastelería unos metros más adelante y nos supo igual de sabroso. De los monumento, decir que la Torre de Belem tiene las influencias islámicas y orientales que caracterizan el estilo manuelino, estilo propio que distingue la mayoría de las edificaciones y reconstrucciones portuguesas. Fue un centro de recaudación de impuestos para entrar a la ciudad desde el mar, ya que se encuentra a la ribera del río Tajo. El Monasterio de los Jerónimos fue un monasterio de la orden de los Jerónimos de estilo totalmente manuelino que mandó a construir el rey de Portugal para celebrar el regreso del descubridor Vasco de Gama. Aunque no entramos porque la cola era monumental, disfrutamos de su exterior. Es hoy en día la edificación antigua mejor cuidada y preservada de Lisboa y la parte más espectacular es su portada meridional que conjuga diferentes estilos arquitectónicos, además del manuelino, como el gótico y el renacentista. Y por último, el monumento a los descubridores. Un monumento creado para celebrar los 500 años de la muerte de Enrique el Navegante, reconocido cartógrafo que sentó las bases para el posterior desarrollo del imperio colonial portugués. Este monumento tiene forma de carabela y en ambos lados están talladas las figuras del propio Enrique, junto con los héroes portugueses fuertemente ligados a los descubrimientos, así como famosos navegantes, cartógrafos y reyes. Fue interesante conocer (y si lo sabía no me acordaba) que Portugal jugó un papel importante en el descubrimiento de nuevas tierras, especialmente en el continente africano.

De regreso a Lisboa, aprovechando que en el tren te deja cerca de la estación portuaria, tomamos un transbordador para ir a Calinha, en la otra orilla del Tajo y subir la colina del barrio de Almada para visitar la réplica del Cristo Corcovado de Brasil. Esta estatua mide 110 metros de altura y el pie del pedestal es un mirador desde donde se puede observar toda la costa lisboeta, la inmensidad del río Tajo y el famoso puente réplica del Golden Gate.
El cuarto día fuimos a Sintra, una ciudad Patrimonio de la Humanidad ubicada a 35 minutos en tren. En este poblado está el palacio veraniego de los últimos reyes de Portugal, el Palacio Da Pena, esplendido lugar que tiene una historia relativamente nueva porque data de finales del S. XIX, También está el Castillo Dos Mouros, una fortaleza árabe parecida a las Alcazabas de Andalucía. Hoy en día se preservan las murallas que conformaron esta fortaleza mora y se hacen excavaciones arqueológicas para seguir desenterrando la ciudad que un día fue. El pueblo de Sintra es pintoresco y con mucho turismo (por lo que es muy caro, sobretodo para comer). Ese día lo tomamos en plan relajado y por relajarnos tanto nos perdimos la oportunidad de ir a la Quinta Regaleira, un palacio aristocrático de principios del S.XX, considerado patrimonio de la humanidad. La verdad que fue una lástima porque al ver los fotos por Internet me di cuenta que no fue buena la decisión de sentarnos en una cafetería a tomarnos una bebida refrescante y luego quedarnos allí dejando pasar el tiempo hasta tomar el siguiente tren rumbo a Lisboa. Lo único que me consuela es que Portugal está muy cerca de España y es un viaje que se puede realizar en cualquier momento cuando los bolsillos no dan para otro viaje más ambicioso. Así que esa visita la tendré anotada en la agenda para no perdérmela la próxima vez. Al regresar a Lisboa esa tarde, decidimos tomar el tranvía 28 y hacer el recorrido de principio a fin. Estuvimos hora y media paseando por tres de los barrios más emblemáticos de la ciudad: Baixa, Chiado y el Barrio Alto y la experiencia fue gratificante por lo pintoresca, especialmente cuando transitábamos por las estrechas calles de los barrios altos, tan estrechas que casi rozábamos las fachadas de las casas y los caminantes tenían que pegarse a las paredes para no ser atropellados.

El quinto día hicimos dos recorridos: la Lisboa de la Edad Media y el Barrio Alto y la Estrela. La primera parada fue el Castillo de San Jorge, una antigua Alcazaba convertida en castillo con la reconquista cristiana. Está situado en lo alto de una colina y para acceder a él se debe subir una empinada calle que te deja sin aliento al llegar a la cima. Este castillo, junto al Cristo Rei, por estar ubicados ambos en lo alto, son los dos monumentos que pueden visualizarse desde cualquier punto de la ciudad. La mayor fortaleza lusitana conserva en buen estado sus murallas y atalayas, desde donde se tiene una hermosa panorámica de la ciudad. También hay restos arqueológicos que indican que mucho antes de que los árabes dominaran esas tierras, se había asentado el Imperio Romano, por lo que hay restos arqueológicos de las varias etapas por las que pasó esta fortificación. Luego fuimos a la Catedral. Yo no soy católico, pero las edificaciones que más me gusta ver cuando voy a cualquier ciudad europea son las catedrales. Hasta ahora para mi la más impresionante ha sido Il Duomo, la catedral de Milán. Tenía muchas expectativas por ver la de Lisboa porque los países mediterráneos (Portugal no linda con el Mediterráneo, pero si tiene una fuerte tradición católica) se sienten orgullosos y preservan con celo sus catedrales. Sin embargo, me decepcionó la de Lisboa. No tiene nada, es un edificio reconstruido en forma plana que desprende un aire vetusto porque ni siquiera tienen cuidada su fachada. En el interior se preservan algunas columnas que sirven de soporte a una pared trasera hecha con el fin de cerrar el recinto, por lo que no tiene nada de espectacular. Más espectacular me pareció la Iglesia La Estrela de reciente construcción. Algo que me pareció curioso es que para tomar fotos en el interior de cualquiera de las iglesias había que tramitar un permiso, por supuesto yo no lo hice y las pocas fotos que tomé sin flash fue aprovechando el descuido del vigilante, mientras regañaba a otras personas que hacían caso omiso al cartel informativo. La verdad que es una lástima porque la historia de la Catedral La Sé (así se llama en realidad) en nada merece esta edificación. Ese día visitamos otras iglesias como La Magdalena (nuestra referencia para no volvernos a perder), Sao Antonio, Sao Vicente de Fora y La Estrela. La fachada más llamativa la de Sao Vicente de Fora, el interior más bonito la de La Estrela. También fuimos al mirador Porta Do Sol para contemplar el Tajo (por ser una ciudad asentada en una colina existen varios miradores) y al terminar el día volvimos a la plaza del Convento Do Carmo a sentarnos a terminar de disfrutar la tarde, tomándonos una bebida refrescante y escuchando a los músicos callejeros.



Los dos últimos día en Portugal los pasamos en el Algarve, la zona playera por excelencia. Ubicado en el extremo sur del país y muy cerquita de la frontera con España. Sus playas son distintas a las playas españolas y realmente espectaculares porque la mayoría de ellas se hayan al fondo de un acantilado, rodeado por inmensas rocas que le dan un aire paradisíaco. Es una aventura ir a una de esas playas porque depende de cual sea, te toca bajar unas empinadas escaleras para llegar, algunas son hechas por el hombre, perfectamente transitables como la de la Praia Da Marinha y otras son talladas en la piedra y de difícil acceso como la de la Praia Da Carcoveiro, la cual representó toda una odisea para nosotros bajarlas y ni les cuento subirlas, parecíamos alpinistas. El Algarve es una zona grande, por lo que nos concentramos en conocer Carcoveiro y Lagos, dos centros turísticos no tan transitados como las conocidas Albufeira o Portimao que resultan insoportables en temporada alta por la gran cantidad de turistas (a menos que uno esté buscando mucha movida), pero como no fue nuestro caso, disfrutamos mucho de la tranquilidad que nos aportaron ambos pueblos. En resumen, me gustó Portugal y repetiría la experiencia.