Pero no todo fue malo ese año, también tuve mis momentos
buenos. Conocí a Silvana, la chica nueva que comenzó con mi otro grupo. Era
guapa, guapísima, con una sonrisa que le iluminaba el rostro y hacían ver sus
dientes de perlas. Sus ojos color del ámbar te hipnotizaban con sólo verles de
reojo. Me enamoré de ella casi desde el primer momento en que la vi. Me propuse
conquistarla, aunque no tenía muy claro cómo. En los recreos la acaparaban
todos los buitres que, al igual que yo, se habían enamorado de ella también.
Era la novedad del grupo. Por eso estaba en clara desventaja, uno porque no
todos mis recesos coincidían con los suyos y dos porque hasta para saludarla
tenía que abrirme paso entre la manada de lobos que la rodeaban. Los primeros
meses fracasé en mis intentos por estar a solas con ella, estuve tentado a
invitarla varias veces a la casa a estudiar o a salir a tomar algo por allí,
pero nunca tuve el valor, siempre me frenó mi extrema timidez. Cuánto daño me
hizo en esos años en que mi personalidad se estaba formando. El entusiasmo
inicial al conocerla se fue diluyendo con el paso del tiempo como el agua que
se escurre entre las manos. Aunque lo bonito de esa experiencia fue que no tiré
la toalla y hasta que no la vi ennoviada con otro, mantuve una pequeña
esperanza, una mínima ilusión, sólo que tenía que buscar mi oportunidad para
declararle mi amor.
Mi oportunidad llegó en diciembre de ese año. Algunos
chicos de mi grupo de amigos decidieron formar una pequeña banda musical para
cantar villancicos en los actos culturales de Navidad del colegio. Como los de
mi salón no hicieron nada, pues me uní a la banda y comencé a asistir a los
ensayos en la azotea del edificio de la casa de uno de ellos. Al principio solo
asistíamos los del grupo musical, pero poco a poco, debido al fragor y
entusiasmo de nuestra música, muchos curiosos se fueron añadiendo para vernos
ensayar. Y entre ellos estuvo Silvana. Yo formaba parte del coro, era lo único
que podía hacer debido a mis nulos conocimientos musicales, pero cantaba como
si fuera el solista cada vez que ella asistía y los estribillos se los dedicaba
mirándola fijamente. Ella me coqueteaba con sus ojos y con su sonrisa, o al
menos así lo sentía, y me entusiasmaba tanto que seguía cantando aún cuando
tocaba la parte del solista. Más de una vez pararon los ensayos para pedirme
que me callara y yo me ponía rojo de la vergüenza, nunca se me dio bien el que
me reprendieran en público, pero al verla reír por lo sucedido yo también reía.
Hasta ese momento creía tener agarrado el toro por los cuernos. Me sentía menos
inhibido, Silvana se reía de mis ocurrencias y ya no la rodeaban los lobos
hambrientos del grupo. Claro, no allí porque no todos con los que tenía que
pelearme para llamar la atención de Silvana asistían a los ensayos, en el
colegio era otra cosa. Pero lo que importaba para mí eran esos momentos de los
ensayos. En uno de los descansos me decidí atacar, en esos ensayos no sólo
cantábamos, sino también aprovechábamos para tomarnos unas cervezas o cualquier
bebida alcohólica que éramos capaces de conseguir y fumar. Era nuestro momento
liberador, la forma en que nos rebelábamos como adolescentes. Yo ni fumaba ni
tomaba, pero lo que estaba a punto de hacer merecía que me tomara unas cervezas
para animarme. Tomé dos latas decidido a llevarle una a ella. Las manos no
paraban de sudarme y a medida que me acercaba, mi corazón se aceleraba mucho
más. Estaba muy nervioso, no sabía lo que le diría para comenzar una
conversación, pero confiaba que, llegado el momento, se me ocurriría algo.
La vi sentada en el suelo con la espalda apoyada a la
pared, vestía unos vaqueros ajustados y una camisa mangas largas, aunque
todavía el frío decembrino no había llegado, algunas noches eran más frescas
que otras. Hablaba con otra chica, yo me quedé a la expectativa de pie muy
cerca de ellas, las vigilaba de reojo esperando el momento en que la chica con
quien hablaba se levantara y la dejara sola. Los otros chicos, rivales míos,
habían ido a por hielo y más vasos. Así que era mi oportunidad. Desesperé un
poco al ver que la conversación entre ellas se alargaba. Tenía que actuar antes
de que regresaran los que habían bajado. Poco a poco, con disimulo me fui
acercando a ellas hasta que estuve justo a su lado. De pie pude ver como su
melena rizada caía como una cascada sobre sus hombros. Sin mediar palabras me
senté junto a Silvana y le extendí la lata de cerveza. Me miró y me dio las
gracias. La lata estaba helada, así que la agarró con las uñas y la punta de
los dedos. Para que no se hiciera daño, se la quité y la abrí. Ella volvió a
agradecerme el gesto. Brindamos, pero el brindis tuve que interrumpirlo porque
la otra chica, ofendida, me recriminó que no le hubiera llevado nada. Fue una
situación incómoda porque no quería levantarme y buscarle una lata de cerveza,
mucho me había costado llegar hasta allí, pero por otro lado, tampoco quería
hacerle un desaire para que Silvana no pensara que era un maleducado. Resignado
me levanto y busco la bendita lata y al volverme me doy cuenta que se han unido
al grupo otras dos chicas. Al carajo la oportunidad, le doy la bebida a la
chica que me la reclamó y me retiro un poco molesto a terminar de tomarme la
mía. Al finalizar el ensayo, Silvana se me acerca y se despide de mí con un
beso en la mejilla y nuevamente me da las gracias. Sentí el olor de su perfume,
dulzón y embriagador, más que cualquiera de las bebidas alcohólicas que esa
noche ingerí. Yo le sonrío y la veo irse, a punto estuve de salir corriendo
detrás de ella, pero afortunadamente no lo hice, un chico se apareció en el
umbral de la puerta de la azotea, no era ninguno del grupo, la tomó de la mano,
le dio un beso en la boca y salieron.
Hasta allí llegaron mis esperanzas, no tenía nada que
hacer. El chico que la besó se veía mayor que todos nosotros, era alto y
fornido, se notaba que hacía ejercicios. Yo era flaco y desgarbado, con cara de
niño aún y con los odiosos barrillos del acné juvenil formando una especie de
barba. Al asomarme por la azotea para verlos salir del edificio, vi que se
fueron en una moto. Otra decepción, yo sólo podría ofrecerle el pasaje del
autobús. Aunque esa experiencia no tuvo final feliz, el tiempo que duró me
llenó de ilusión.
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