Eva siempre creyó que cuando Augusto reapareciera
en su vida sería de otra forma, más comprensiva, más tierna, no de la manera
como se presentó, inmisericorde y carente de todo sentimiento, quería arrebatarle
lo único bueno que le había dejado: sus hijas Victoria y Camila. Lo hacía sin
el menor remordimiento, así de simple, quería llevárselas a la capital para que
tuvieran una mejor educación. ¿Pero es que acaso yo no les he dado la mejor
educación? ¿Quién era él, un hombre que las abandonó a su suerte, para juzgar
qué era bueno y qué no para sus hijas? Bastantes sufrimientos le había dado
como para permitirle llevárselas, unas niñas que les pertenecía por derecho
solo a ella, por haber sido madre y padre al mismo tiempo, por haberse partido
el lomo trabajando para que nunca les faltara nada y ahora venía él, con su
cara de buena persona y sus ínfulas de hombre rico, a decirle que quería darles
una mejor educación.
-No creo que esta conversación tenga sentido, más
vale que te marches y no vuelvas más- le dijo Eva con su corazón en vilo, desgarrado
por el desamor, perdiendo la última de las esperanzas y con la certeza de que
al cerrarle la puerta lo haría para siempre.
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