La vecina de la felpa oscura
Relato publicado en Mi afición desmedida por lo inútil, Sevilla 2010.
Relato publicado en Mi afición desmedida por lo inútil, Sevilla 2010.
Por: Salvador Nanía
Querida extraña:
Ayer el olor de su perfume impregnó el largo
pasillo que separa mi puerta de su puerta.
Estuve dando tumbos, embriagado por el aroma penetrante de rosa y canela que me envolvía y me hacía
dirigir la mirada al fondo del corredor. No sabía si entraba o salía, si su
menuda figura se hallaba dentro de esas cuatro paredes que la atrapaban
privándola de libertad. Corrí a mi casa desesperado para asomarme discretamente
por la ventana del salón y salir de mis dudas. No encendí la luz, como siempre,
esperaba a la sombra cualquier movimiento suyo, cualquier indicio que me dijera
si estaba o no en su jaula. Esperé varios segundos que se hicieron minutos,
quizá horas, el tiempo parece ponerse en mi contra, se alarga y se extiende sin
misericordia, haciéndome sufrir la soledad de no verla.
Quisiera contarle sobre
mi, mi vida, mis gustos, mis aficiones. Quisiera invitarla a mi casa a tomar el
café de la tarde y ofrecerle unas sabrosas galletitas de almendra que siempre
compro en el supermercado de la esquina, el mismo supermercado donde la espío
dos veces por semana, siguiendo sus pasos detalladamente. Donde ha estado,
estoy yo después para saber lo que compra, lo que le gusta para también
comprarlo y ofrecérselo cuando me lo permita.
Quisiera que me dijera su nombre para susurrarlo todos los días en un
cántico de alegría antes de salir a trabajar. Quisiera llevarme conmigo la
historia de su vida para apoyarme en ella cuando me sienta desvalido ante las
burlas de mis compañeros de trabajo, porque consideran que soy raro por
disfrutar de mi soledad ¿Cuándo empecé a sentir esto? Yo mismo no lo sé, solo
se que empezó de a poquito y, poquito a poquito, me embrujó, hechizó, eclipsó.
No se cómo explicárselo, es difícil definir con palabras los sentimientos.
Haciendo memoria, la
primera vez que sentí el típico cosquilleo de los adolescentes fue cuando la vi
asomada en su terraza. Llevaba puesto un pijama de algodón muy ajustado y la
luz de la luna reflejaba sobre la pared el contorno perfecto de su figura.
Hacía ejercicios con unas pequeñas mancuerdas que levantaba a la vez,
extendiendo sus brazos como si estuviera a punto de alzar vuelo. Me fijé en su
sombra más que en su persona y puse en ella la mirada melancólica con la que la
recuerdo en el único instante que pudimos cruzar nuestras miradas ¿Se acuerda
de ese momento? Yo no lo recordaba hasta que vi su sombra. Estaba usted
esperando el ascensor para subir y yo salí de él abruptamente tropezándome con
su hombro, me miró unos instantes y se metió sin mediar palabras ni darme la
oportunidad de disculparme. Creo que tenía prisa, yo también la tenía pero pude
fijarme en su rimel corrido, sus ojos parecían dos extensiones planas de sus
ojeras. Me quedé viendo la puerta cerrada del ascensor esperando a que se
abriera y usted saliera de él para decirle lo siento. Por supuesto, no ocurrió y yo seguí mi camino
pero su mirada me acompañó a lo largo del día, botando en mi cerebro como una
pelota ligera que si la lanzas con fuerza se hace casi imposible atraparla.
Pasaron los días y esa
escena quedó relegada a un oscuro rincón de mi mente, el lugar donde suelo
meter los malos momentos o los recuerdos sin importancia, pero no crea que ese
fugaz encuentro fue malo o me dejó indiferente, solo que no sabía de su
importancia hasta verla en su terraza. Le dije que llevaba el pijama ajustado,
pero también llevaba el pelo recogido con una felpa oscura, lo que me permitió
ver su cuello y las líneas que enmarcan su rostro. Su móvil sonó e interrumpió
su sesión de ejercicios para atenderlo. Esta vez sonreía y al recordar la
escena del ascensor me alegró saber que en ese momento no sufría. Se movía de
un extremo a otro pasando su mano con suavidad por el filo de la baranda,
limpiándola tal vez del polvo que la invadió durante el día. No pude evitar mantenerme
observándola, primero descaradamente con las cortinas subidas y la luz
encendida y luego, cuando usted alargaba
su permanencia en ese pequeño recinto externo, sentí vergüenza de ser pillado,
más que vergüenza miedo a que me descubriera y yo no pudiera explicarle mi
comportamiento. Cerré las cortinas, dejando un pequeño espacio para observarla
y apagué la luz para evitar que mi sombra me delatara. Usted seguía allí en su
terraza, apoyándose del barandal con una sonrisa cómplice. De cuando en cuando
se hacía pequeños tirabuzones con su dedo índice en uno de los mechones que
sobresalían de la felpa y yo alargaba mi
mano y acariciaba la pared imaginándome que era su pelo. La seguía con mi
mirada y usted insistía en atormentarme permaneciendo en su terraza, a veces
quieta, a veces caminando de un lado a otro, pero siempre con su sonrisa y su
móvil pegado a la oreja.
Es interesante saber
como es el comportamiento humano, cambiamos de gustos, de rutinas sin
proponérnoslo, solo por el placer de experimentar algo nuevo. Quizá estaría tan aburrido que me fijé en
usted como una nueva rutina de vida. No quería reconocer en ese entonces que me
había enamorado y he permitido que ese sentimiento haya crecido de tal forma
que necesito liberarme de él porque está haciendo amargo mis días y tristes mis
noches. Muerto el perro, se acabó la rabia … pero no se asuste no quiero hablar
de muerte solo de olvido.
¿Le he dicho que la
sigo hasta el supermercado? Cuando no tengo el placer de seguirla, me asomo a
la ventana todas las noches esperando a poder verla. A veces tiene la cortina
corrida y solo alcanzo a ver las sombras de su perfecta figura al trasluz,
moviéndose de un lado a otro. Me la imagino sentada en su comedor degustando
una rica comida o simplemente tirada en el puff de cuero negro que he visto que
tiene, disfrutando de una película en la televisión. Me gustaría ser yo el que
la alimentara con los suculentos platillos que sé cocinar o entreteniéndola con
mi alegre conversar, o al menos eso es lo que dice mi madre cuando me visita
todas las noches en sueños.
Por fin vi movimiento
en su casa, sigo agazapado a la espera y mi paciencia dio resultados. Pude ver
una tenue luz que iluminaba su salón. Me alegró saber que entraba en su casa.
Pero no entró sola, un hombre vestido de traje oscuro se sentó en el sofá crema
que distingo desde mi ventana y usted con un andar sugerente le ofreció una
copa de vino tinto. Él se la aceptó y le acarició el brazo y poco a poco sus
dedos subieron hasta su hombro y luego tocó su rostro con una caricia que
apuñaló mi estómago. Mi alegría se convirtió en tristeza abruptamente y de la
tristeza pasé a la rabia y de la rabia a la ofensa. ¿Cómo era posible que usted
me pagara con esa moneda? Si me mantuve intacto para usted desde el día que
decidí amarla en silencio, lo menos que usted
podía hacer era mantenerse intacta para mí y esperar el momento en que
yo pudiera tocar a su puerta y declararle mi amor. Esperé, con el corazón
latiéndome a mil por horas y rogando a que no cometiera traición. Pero entonces
la vi sonreír de la misma forma como lo hizo cuando estuvo hablando por el
móvil en su terraza con el pijama ajustado y la felpa oscura y me di cuenta que
esa persona era el objeto de su alegría. Maldita sea, sin conocerla la odio porque
me roba el momento que he soñado durante tantos días. Me ha hecho sentir como
un tonto.
Observaba la escena
como una mala película de amor, cuyo objetivo era satisfacer los instintos primarios de los protagonistas. Un “Nueve
Semanas y Media” en vivo, solo que sin la desagradable parte de las frutas y el
hielo. Aún pude oír las notas de “You can leave your hat on” sospechando que
ustedes también las escuchaban y se movían al son de sus acordes. Vi como la
empujó al sofá del salón y se abalanzó sobre usted sin otra caricia que sus
insaciables manos rodeándola como pulpo, enredándola, atrapándola sin más
escapatoria que la sumisión. La copa de vino rodó por el suelo y pareció no
importarle la mancha roja que apareció en el tapete. Sentí que luchaba por desprenderse
de él y eso me alegró, pero enseguida hiciste rendición y te dejaste envolver
no solo por sus brazos, sino también por sus besos. En mala hora me embrujaste.
Ahora lo tenía todo perdido. Mi inocencia, mi falta de malicia, mi idolatría
hacia usted se había ido al garete.
Puedo darle un parte
detallado de lo que pasó ayer por la noche, pero no quiero recordarlo. No
quiero recordar que después de verlos retozar sus cuerpos alegremente, sin
importarles que las cortinas estaban abiertas y ustedes expuestos a las miradas
lascivas de los vecinos, sintiéndose libres de la vergüenza de saberse
observados, vino la oscuridad y en la oscuridad retumbaron sus quejidos
acompasados, unos graves y otros agudos, hasta unirse en un cántico final
demoledor que martillaron mis oídos durante toda la noche.
Hoy le escribo esta
carta y no es una carta de confesiones sino de declaraciones. De declarar mi
amor por usted aunque no lo merezcas, aunque no lo merezca. De declarar que
tomé la decisión de vengarme, aunque no sabía exactamente cómo hasta que lo
tuve frente a frente esta mañana al salir del edificio y lo seguí hasta un
callejón dos calles más abajo. De declarar que me vi a mi mismo como un títere
bailando al son de su comparsa. Mujer cruel e infiel. Si tan solo me hubiera
dado la oportunidad de disculparme aquel día, la historia hubiera cambiado y yo
no hubiera tenido la necesidad de escribirle esta carta ni de tomar venganza.
Mañana será otro día y
el nuevo día traerá muchas dudas y también mucho dolor. Querrá saber lo que
pasó. No concluyo esta carta que algún día le enviaré porque en mi no
encontrará respuestas, sólo una lacónica tristeza que me acompañará allá por
donde vaya y no quiero hacerla sentir más culpable de lo que ya es. La dejaré
ansiosa, desolada y desesperada y antes de partir la espiaré otra vez desde mi
ventana y la veré nuevamente con su pijama ajustado y su felpa oscura, buscando
entre lágrimas amargas las crónicas de sucesos de los periódicos para encontrar
algún indicio que le explique sin consolarla cómo y por qué sucedió.
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