Diego era un
caballito que le gustaba correr por las verdes praderas de la granja, se pasaba
todo el día brincando de un lado a otro, no había nada ni nadie que pudiera
detenerlo. Siempre decía que la vida era muy bella para desperdiciarla
encerrado en el establo. Pasaba horas y horas descubriendo el color de las
cosas, le gustaba ver las hojas verdes de los cipreses, el naranja de las
amapolas, el púrpura de las mariposas que revoloteaban alrededor de las flores,
el rosa de los atardeceres. A él le encantaba sentir en sus cascos el suelo
mojado, pisar las hojas del otoño o salpicar el agua del abrevadero. Muchos de
sus vecinos se molestaban cuando Diego irrumpía dando coces contra el agua
porque mojaba a los otros animales que estaban calmando su sed en ese momento.
Don Tito el Cerdito se quejaba con la madre de Diego constantemente y también
la gallina Adelina y el conejo Alejo, todos se turnaban a diario para ir al establo
a quejarse. “Zaina Zarina – la llamaban así por su pelaje negro intenso y la
crin larga que adornaba su cabeza – tienes que ponerle remedio a Diego, no nos
deja beber en paz el agua del abrevadero”. La zaina Zarina se entristecía cada
vez que alguno de los animales de la granja se acercaba a ella para hablarle
mal de su hijo y ya no tenía palabras para reprenderlo, había probado de todo,
le había hablado cariñosamente, le había regañado severamente, le había
impuesto distintos castigos como mandarlo a dormir sin cenar o impedirle salir
del establo amarillo por una semana o ir al río a nadar, pero nada hizo mella
en el carácter de su hijo. Diego era un potrillo juguetón y ningún castigo
mermaban sus energías, al contrario cada vez que salía de un castigo se volvía
más y más travieso y no era que tomara venganza de sus vecinos por llevarle las
quejas a su madre, sino que era tan juguetón que el tiempo que estuvo castigado
sin poder jugar, lo recuperaba jugando el doble al levantarle su madre el
castigo. Un día Diego saltó la cerca de madera pintada de azul que separaba los
terrenos del granjero del resto del campo, su madre siempre le había advertido
que no traspasara esa barrera porque más allá había peligros inimaginables.
Diego siempre había hecho caso a las advertencias de su madre, pero cansado ya
de que los otros animales no hacían otra cosa sino quejarse de él, decidió que
era tiempo de ir a otros sitios a jugar sin que nadie lo molestara. Saltaría la
cerca, correría un rato y luego regresaría sin decirle a nadie donde había
estado. Se alejó unos metros para efectuar su salto y, a pesar de que vivía
saltando todo el tiempo, no tuvo el tino de medir la altura de la cerca y con
las patas traseras tropezó con la madera dando un revolcón que le hizo aterrizar
al otro lado de la valla, pegando la cabeza al duro suelo. Por momentos quedó
aturdido, meneó su hocico de un lado a otro para tratar de despejar la densa
niebla que rodearon sus ojos. Diego sintió como las sombras comenzaron a
taparle la visión, impidiéndole distinguir las siluetas. Fue como si de pronto
hubieran apagado todas las imágenes dejándolo todo en una total oscuridad. “No
veo, no veo”, dijo el caballito Diego. Sintió miedo y luego pánico, tanto que
se desbocó en una veloz carrera sin ver hacia donde corría, de pronto se detuvo
en seco porque pensó que a lo mejor estaría alejándose de la cerca que separa
la granja del campo y si se perdía en un lugar donde nunca había estado antes,
ya no podría regresar a casa. Intentó devolverse sobre sus mismos pasos
caminando hacia atrás, pero al no poder ver las huellas dejadas en el camino,
se desorientó y la izquierda se le volvió derecha y la derecha, izquierda.
Perdió el rumbo y ya no sabía si iba hacia delante o si iba hacia atrás. Se
arrodilló sobre una alfombra de hierbas que sintió debajo de sus patas y empezó
a llorar amargamente porque se acordó de las advertencias de su madre de no
traspasar la cerca de madera. “Si le hubiera hecho caso”, era su lamento
constante. La noche cayó y Diego seguía llorando, claro que él no sabía que era
de noche porque desde el mismo momento en que se dio el golpe en la cabeza se
le oscureció todo. De repente se puso a gritar el nombre de su madre, pensando
que ella pudiera estar buscándolo y si la llamaba en voz alta tal vez lo
encontraría. “Madre, madre....Zarina....zaina Zarina”, gritaba sin obtener
respuesta. Las patas le temblaban y no podía dar un paso sin sentir que su
cuerpo se tambaleaba de un lado a otro, como un borrachito, como cuando comió
una vez tantas uvas de la parra del granjero que se fermentaron en su estómago
haciendo que su cabeza diera vueltas e impidiéndole atinar un paso detrás del
otro. Después de un rato, el caballito Diego se cansó de gritar sin que nadie
acudiera en su ayuda y sus ojos secos de luz y de lágrimas, se cerraron en un
profundo sueño que lo obligaron a echarse al pie de un árbol.
No pasó mucho
tiempo cuando sintió un golpe en su cabeza. Luego de quejarse y sobarse las
orejas con sus cascos empezó a preguntar “¿Quién está ahí?” Volteó la cara a un lado, luego al otro
y nadie respondió. Sintió otro golpecito, como si le hubieran dado un coscorrón
y nuevamente volvió a quejarse. “¡Ay, que me duele! Quien quiera que esté
pegándome deje de hacerlo porque no lo puedo ver”. Diego se levantó del lecho
de hierbas donde descansaba y una voz distante comenzó a hablarle.
-“Levántate,
¿no ves que estás acostado sobre mi comida?”.
-“Lo siento
-respondió el caballito – no puedo ver, me di un golpe en la cabeza y ahora
estoy ciego”. De la copa del árbol bajó una ardilla con dos nueces en sus
patas.
-“¿Cómo es
eso que no puedes ver?, preguntó curiosa.
Diego dirigió
su cabeza en dirección a la voz.
-“¿Tu quién
eres?”, preguntó temeroso.
-“Soy la
ardilla Padilla”, respondió la ardilla.
-“¿Una ardilla?
Y ¿Qué es una ardilla?”
-“En el campo
hay muchos animales y yo soy uno de ellos” – respondió refunfuñando la ardilla,
ofendida porque Diego no sabía lo que era.
Cuando el
caballito comprobó que la ardilla era un animal inofensivo, le explicó todo lo
que le había ocurrido, pidiéndole disculpas por haberse acostado sobre su
comida. La ardilla al ver que se trataba de un potrillo educado y con
problemas, dejó a un lado su malestar y le preguntó qué podía hacer para
ayudarle. Diego le respondió que sólo quería regresar al lado de su madre, pero
como no podía ver no sabía hacia donde debía caminar. “Menudo problema – le indicó
la ardilla – y yo no sé dónde vives, así que no te puedo ayudar”.
Diego se
entristeció de nuevo y a punto estuvo de llorar cuando la ardilla le dijo “Le
preguntaré a Pastor, el Castor del río, si sabe dónde vives”. Cogió las dos
nueces que traía en sus patas y comenzó a golpearlas fuertemente una contra la
otra ejecutando una especie de código de llamada, como si estuviera dándole a
las cuerdas de un telégrafo. De pronto, Diego sintió como unas gotas de agua lo
mojaban. Era Pastor el Castor que venía sacudiéndose el agua de su pelambre. Su
larga cola arrastraba las algas del río, las que intentó quitarse dando fuertes
golpes contra el suelo.
-“Ardilla
Padilla he escuchado que me has llamado, ¿En qué puedo ayudarte?”.
-“Amigo
Pastor, aquí hay un caballito que está ciego...perdón, ¿cómo es que te
llamas?”- le preguntó al acordarse de que no le había preguntado antes por su
nombre.
-Diego, soy
Diego el caballito.
Tanto Pastor
como Padilla cruzaron sus miradas y se rieron al unísono y Diego no comprendió
el por qué, molesto dio dos coces contra la tierra seca y preguntó el motivo de
sus risas.
-“Es que tu
nombre rima con tu impedimento visual, ja ja ja, eres Diego, el caballito
Ciego” – dijo Padilla sin parar de reír. Diego se rió también y expresó su
parecer.
-“Claro, yo
soy Diego el Ciego, tu eres la Ardilla Padilla y tu Pastor el Castor, todos
nuestros nombres riman”. Y con jolgorio celebraron la ocurrencia hasta que la
ardilla Padilla se acordó del motivo por el que había llamado a Pastor el
Castor. “Diego está perdido y necesita regresar a su casa”. Pastor golpeó tres
veces la tierra con su cola en señal de desconcierto, él, al igual que Padilla,
no sabía dónde vivía el caballito, así que tampoco podía ayudarlo. Nuevamente
la desesperanza se apoderó de Diego y bajando el hocico se tapó la cabeza con
sus patas delanteras para llorar más cómodamente, aunque no veía sabía que
habían dos animales en su presencia y llorar en público le daba vergüenza.
Pastor pensó que Mario el Canario podría
ayudarles. Como se la pasaba volando todo el tiempo, tal vez supiera dónde
vivía Diego. Se acercó a un árbol y dio tres golpes con su cola, esperó un
rato, de nuevo otros tres golpes, así estuvo hasta que finalmente Mario bajó de
la copa del árbol. Aterrizó armando un escándalo, las hojas volaron por los
aires y con la brisa procedente del aleteo de sus alas sacudió los rostros de
los tres animales reunidos. Terminó estrellándose contra el árbol y varias
nueces que la Ardilla Padilla tenía guardadas en una de las ramas, rodaron
tronco abajo.
-¿Me habéis
llamado? – preguntó Mario el Canario con su voz aflautada.
-Si amigo
canario, tenemos a un caballo que no sabe cómo llegar a su casa. – respondió
Pastor
- ¿Y yo cómo
puedo ayudarlo? – preguntó Mario
- Tú que te
la pasas volando sabrás orientarlo para que llegue a su casa – dijo la ardilla.
-En el campo
hay muchas granjas, todas de diversos colores, así que no sabría decir cuál de
ellas es la casa de nuestro amigo – respondió el canario. Luego de unos
segundos de silencio y al ver que el caballito estaba a punto de desmoronarse
en un gran llanto, se le ocurrió que Jacobo el Lobo podría ayudarles. Él, como
buen caminante podrá decirnos de cual granja procedes. Acto seguido, Mario el
Canario afinó la voz y con un cántico armonioso llamó a Jacobo el Lobo. Desde
la maleza del fondo emergió una sombra que poco a poco se fue transformando en
una silueta con forma definida hasta que los cuatro animales...bueno tres de
ellos porque el potrillo no podía, vieron aparecer la figura del lobo.
-He escuchado
tu fino cantar y acudo presuroso a ayudar. Dime Mario, ¿en qué te puedo ser
útil?- dijo Jacobo con una voz bastante grave, hablaba en ese tono para que los
otros animales le tuvieran miedo, pero en el fondo Jacobo era un lobo bueno.
-Amigo Lobo
sabemos que todos los días andas merodeando por las distintas granjas en busca
de gallinas, ¿podrías decirnos si en alguna de ellas has visto a este caballito
que ahora se encuentra ciego y no sabe como regresar a su casa?
El lobo
agudizó la vista y lo olfateó de arriba abajo, pero no reconoció a Diego, así
que tampoco podía indicarle el camino de regreso a su casa. El caballito ciego
se echó nuevamente sobre el lecho de hierbas, la ardilla Padilla iba a decir
algo sobre su comida pero se abstuvo en vista de la gran tristeza que rodeaba a
Diego. Todos se sentían impotentes porque querían ayudarle, pero al no saber
dónde quedaba su casa no podían indicarle el camino. De pronto Diego se levantó
de un salto y le preguntó a Mario el Canario.
-Tú has dicho
que hay muchas granjas de diversos colores, ¿cierto?
-Sí, si –
respondió el canario contrariado porque no sabía exactamente el significado de
la pregunta.
-Y tu Lobo al
recorrer tantas granjas también te habrás dado cuenta de los colores de cada
una.- Y sin dejar que Jacobo el Lobo afirmara o negara nada, agregó. Yo me
acuerdo de los colores de mi granja, me la pasaba todo el día brincando de un
lado a otro y una de las cosas que más me gustaba era ver esos colores. Si les digo los colores
que ahora no puedo ver, ¿ustedes me podrían guiar con sus voces?
Todos se
miraron entre sí, un poco confuso porque no sabían cómo podrían guiarlo. Sin
embargo, era tal el entusiasmo de Diego que no pudieron negarse y fue así como
el caballito fraguó un plan para que sus nuevos amigos le ayudaran a encontrar
el camino de regreso a casa.
-En primer
lugar cada uno debe elegir un color o varios porque mi granja tiene muchos
colores y no hay otra en todo el campo con los mismos colores. Luego deben
afinar sus voces porque a través de sus cantos voy a orientarme. Yo les diré
los colores de mi granja y ustedes irán a mí alrededor indicándome con sonidos
si ven esos colores.
Fue así como los
cuatro animales escogieron sus colores. La ardilla Padilla eligió el naranja y
el amarillo; Pastor el Castor el azul y el rojo; Mario el Canario se molestó un
poco con Padilla porque él quería el amarillo, pero terminó escogiendo el
violeta y el verde; finalmente Jacobo el Lobo escogió el negro y el marrón.
Diego les dijo que su granja tenía cipreses verdes, amapolas naranjas,
mariposas púrpuras, cercas azules, establos amarillos y todos los atardeceres
eran rosas.
Comenzaron su
marcha con Mario el Canario cantando una melodía porque todo el camino era
verde por la hierba que crecía alrededor. Cuando llegaron al río, Pastor el
Castor empezó a golpear con su cola el suelo porque las aguas eran azules.
Luego de cruzarlo continuaron con el cántico de Mario porque todo el campo
estaba lleno de verdes arbustos. Llegaron a un jardín de flores naranjas y
Padilla la Ardilla usó sus dos nueces para avisarle a Diego el color. El
caballito se detuvo a oler las flores y comprobó que no eran amapolas sino
margaritas, así que continuaron la marcha con Mario cantando. Jacobo mientras
tanto resoplaba con su gruesa voz cada vez que se acercaban a un árbol para
avisarle a Diego que se apartara a un lado o al otro y así evitar golpearse de
frente. El camino continuó a través de terrenos pedregosos y troncos esparcidos
y la voz del Lobo sonaba como un eco de ultratumba, intercalada con el canto
del canario cada vez que pasaban los pequeños arbustos o encontraban en su
camino hermosos pájaros color púrpura, o el repicar de las nueces de la ardilla
cuando veían un jardín de flores amarillas o mariposas de grandes alas naranjas,
o el golpetear de la cola de Pastor cuando atravesaban los rosales, todos
llenos de rosas rojas, o hacían un alto a la vera del río, con sus aguas
azules, para calmar la sed. Diego parecía rodeado de una orquesta que le
indicaba el camino a seguir según el color que se encontraban. No había pasado
mucho tiempo cuando Padilla, Pastor, Mario y Jacobo se detuvieron y como
guiados por un director de orquesta ejecutaron todos al unísono su parte
melódica para indicarle a Diego que habían encontrado un lugar con todos los
colores que el caballito había descrito. Padilla chocaba fuertemente las nueces
entre sí porque vio las amapolas naranjas y el establo amarillo; Pastor
golpeaba ávidamente el suelo con su cola porque reconoció la cerca azul y el
rosa del atardecer que ya caía sobre ellos; Mario trinó con más brío cuando vio
un ejército de mariposas púrpuras volando por todos lados, alrededor de muchos
cipreses verdes y Jacobo dio un aullido estremecedor cuando vio acercarse una
yegua zaina en veloz carrera. Diego quedó maravillado con el sonido de sus
amigos, no se dio cuenta de que había llegado a su destino hasta que escuchó la
voz de su madre llamándolo. “Diego, hijo mío, has vuelto” y enseguida una
lengua suave acarició su cabeza. Aunque realmente no podía ver, supo que estaba
en su casa porque pudo reconocer cada color de su granja a través de los
sonidos de sus nuevos amigos. No cesaron de tocar sus melodías y el regreso se
convirtió en un jolgorio en la granja porque los otros animales también lo
celebraron: Tito el Cerdito, la Gallina
Adelina y el Conejo Alejo se unieron a la fiesta bailando y brincando al son de
la música de Padilla, Pastor, Mario y Jacobo. Jugaron a escuchar los colores y
todos cerraron los ojos para no competir con ventajas y cada vez que alguno de
los animales del campo que trajeron sano y salvo a Diego a casa tocaba una
melodía, los otros animales decían colores al azar, pero sólo Diego pudo
adivinar todos los colores, porque aprendió a escucharlos. Todo era felicidad,
pero faltaba una cosa...Diego seguía ciego y tenía muchas ganas de recuperar la
vista. Se entristeció al pensar que nunca más volvería a ver. Mario el Canario
se dio cuenta de que no estaban todos los colores y pensó que tal vez si lo
añadían podía ayudarlo, así que fue hasta las orejas de la Zaina Zarina y le
dijo:
-“Zaina
Zarina, tú que eres la madre de Diego, representas el amor y sabemos que por
muchos siglos el amor ha sido representado por el color rojo, pero como en este
caso se trata de la pureza que viene implícita en el amor de madre, tú serás el
color blanco y cantarás una melodía para que Diego asocie su sonido al color”.
La zaina
Zarina empezó a emitir un arrullo suavecito, casi un susurro. Era la canción de
nana que le cantaba a su hijo recién nacido para dormirlo. Poco a poco se le
fue acercando y con su lengua limpió sus ojos sucios de tierra. Cuando terminó
de limpiarlos, Diego exclamó en voz alta: “Ya veo, ya veo, el color blanco me
devolvió la vista”.
-No Diego –
dijo el canario – fue la canción de tu madre.
Diego y su
madre cruzaron sus cuellos en un abrazo que duró horas y horas, mientras que
los otros animales siguieron jugando, los del campo tocaban sus melodías y los
de la granja se tapaban los ojos con sus patas y sus alas para adivinar los
colores. Y fue así que un caballito aprendió que los colores tienen sonidos y
que con un poco de imaginación podremos todos escuchar a los colores. Diego, el
caballito ciego me enseñó a escuchar el sonido de los colores.
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