domingo, 8 de octubre de 2017

Diego el caballito ciego

Diego era un caballito que le gustaba correr por las verdes praderas de la granja, se pasaba todo el día brincando de un lado a otro, no había nada ni nadie que pudiera detenerlo. Siempre decía que la vida era muy bella para desperdiciarla encerrado en el establo. Pasaba horas y horas descubriendo el color de las cosas, le gustaba ver las hojas verdes de los cipreses, el naranja de las amapolas, el púrpura de las mariposas que revoloteaban alrededor de las flores, el rosa de los atardeceres. A él le encantaba sentir en sus cascos el suelo mojado, pisar las hojas del otoño o salpicar el agua del abrevadero. Muchos de sus vecinos se molestaban cuando Diego irrumpía dando coces contra el agua porque mojaba a los otros animales que estaban calmando su sed en ese momento. Don Tito el Cerdito se quejaba con la madre de Diego constantemente y también la gallina Adelina y el conejo Alejo, todos se turnaban a diario para ir al establo a quejarse. “Zaina Zarina – la llamaban así por su pelaje negro intenso y la crin larga que adornaba su cabeza – tienes que ponerle remedio a Diego, no nos deja beber en paz el agua del abrevadero”. La zaina Zarina se entristecía cada vez que alguno de los animales de la granja se acercaba a ella para hablarle mal de su hijo y ya no tenía palabras para reprenderlo, había probado de todo, le había hablado cariñosamente, le había regañado severamente, le había impuesto distintos castigos como mandarlo a dormir sin cenar o impedirle salir del establo amarillo por una semana o ir al río a nadar, pero nada hizo mella en el carácter de su hijo. Diego era un potrillo juguetón y ningún castigo mermaban sus energías, al contrario cada vez que salía de un castigo se volvía más y más travieso y no era que tomara venganza de sus vecinos por llevarle las quejas a su madre, sino que era tan juguetón que el tiempo que estuvo castigado sin poder jugar, lo recuperaba jugando el doble al levantarle su madre el castigo. Un día Diego saltó la cerca de madera pintada de azul que separaba los terrenos del granjero del resto del campo, su madre siempre le había advertido que no traspasara esa barrera porque más allá había peligros inimaginables. Diego siempre había hecho caso a las advertencias de su madre, pero cansado ya de que los otros animales no hacían otra cosa sino quejarse de él, decidió que era tiempo de ir a otros sitios a jugar sin que nadie lo molestara. Saltaría la cerca, correría un rato y luego regresaría sin decirle a nadie donde había estado. Se alejó unos metros para efectuar su salto y, a pesar de que vivía saltando todo el tiempo, no tuvo el tino de medir la altura de la cerca y con las patas traseras tropezó con la madera dando un revolcón que le hizo aterrizar al otro lado de la valla, pegando la cabeza al duro suelo. Por momentos quedó aturdido, meneó su hocico de un lado a otro para tratar de despejar la densa niebla que rodearon sus ojos. Diego sintió como las sombras comenzaron a taparle la visión, impidiéndole distinguir las siluetas. Fue como si de pronto hubieran apagado todas las imágenes dejándolo todo en una total oscuridad. “No veo, no veo”, dijo el caballito Diego. Sintió miedo y luego pánico, tanto que se desbocó en una veloz carrera sin ver hacia donde corría, de pronto se detuvo en seco porque pensó que a lo mejor estaría alejándose de la cerca que separa la granja del campo y si se perdía en un lugar donde nunca había estado antes, ya no podría regresar a casa. Intentó devolverse sobre sus mismos pasos caminando hacia atrás, pero al no poder ver las huellas dejadas en el camino, se desorientó y la izquierda se le volvió derecha y la derecha, izquierda. Perdió el rumbo y ya no sabía si iba hacia delante o si iba hacia atrás. Se arrodilló sobre una alfombra de hierbas que sintió debajo de sus patas y empezó a llorar amargamente porque se acordó de las advertencias de su madre de no traspasar la cerca de madera. “Si le hubiera hecho caso”, era su lamento constante. La noche cayó y Diego seguía llorando, claro que él no sabía que era de noche porque desde el mismo momento en que se dio el golpe en la cabeza se le oscureció todo. De repente se puso a gritar el nombre de su madre, pensando que ella pudiera estar buscándolo y si la llamaba en voz alta tal vez lo encontraría. “Madre, madre....Zarina....zaina Zarina”, gritaba sin obtener respuesta. Las patas le temblaban y no podía dar un paso sin sentir que su cuerpo se tambaleaba de un lado a otro, como un borrachito, como cuando comió una vez tantas uvas de la parra del granjero que se fermentaron en su estómago haciendo que su cabeza diera vueltas e impidiéndole atinar un paso detrás del otro. Después de un rato, el caballito Diego se cansó de gritar sin que nadie acudiera en su ayuda y sus ojos secos de luz y de lágrimas, se cerraron en un profundo sueño que lo obligaron a echarse al pie de un árbol.

No pasó mucho tiempo cuando sintió un golpe en su cabeza. Luego de quejarse y sobarse las orejas con sus cascos empezó a preguntar “¿Quién está  ahí?” Volteó la cara a un lado, luego al otro y nadie respondió. Sintió otro golpecito, como si le hubieran dado un coscorrón y nuevamente volvió a quejarse. “¡Ay, que me duele! Quien quiera que esté pegándome deje de hacerlo porque no lo puedo ver”. Diego se levantó del lecho de hierbas donde descansaba y una voz distante comenzó a hablarle.
-“Levántate, ¿no ves que estás acostado sobre mi comida?”.
-“Lo siento -respondió el caballito – no puedo ver, me di un golpe en la cabeza y ahora estoy ciego”. De la copa del árbol bajó una ardilla con dos nueces en sus patas.
-“¿Cómo es eso que no puedes ver?, preguntó curiosa.
Diego dirigió su cabeza en dirección a la voz.
-“¿Tu quién eres?”, preguntó temeroso.
-“Soy la ardilla Padilla”, respondió la ardilla.
-“¿Una ardilla? Y ¿Qué es una ardilla?”
-“En el campo hay muchos animales y yo soy uno de ellos” – respondió refunfuñando la ardilla, ofendida porque Diego no sabía lo que era. 
Cuando el caballito comprobó que la ardilla era un animal inofensivo, le explicó todo lo que le había ocurrido, pidiéndole disculpas por haberse acostado sobre su comida. La ardilla al ver que se trataba de un potrillo educado y con problemas, dejó a un lado su malestar y le preguntó qué podía hacer para ayudarle. Diego le respondió que sólo quería regresar al lado de su madre, pero como no podía ver no sabía hacia donde debía caminar. “Menudo problema – le indicó la ardilla – y yo no sé dónde vives, así que no te puedo ayudar”.

Diego se entristeció de nuevo y a punto estuvo de llorar cuando la ardilla le dijo “Le preguntaré a Pastor, el Castor del río, si sabe dónde vives”. Cogió las dos nueces que traía en sus patas y comenzó a golpearlas fuertemente una contra la otra ejecutando una especie de código de llamada, como si estuviera dándole a las cuerdas de un telégrafo. De pronto, Diego sintió como unas gotas de agua lo mojaban. Era Pastor el Castor que venía sacudiéndose el agua de su pelambre. Su larga cola arrastraba las algas del río, las que intentó quitarse dando fuertes golpes contra el suelo.
-“Ardilla Padilla he escuchado que me has llamado, ¿En qué puedo ayudarte?”.
-“Amigo Pastor, aquí hay un caballito que está ciego...perdón, ¿cómo es que te llamas?”- le preguntó al acordarse de que no le había preguntado antes por su nombre.
-Diego, soy Diego el caballito.
Tanto Pastor como Padilla cruzaron sus miradas y se rieron al unísono y Diego no comprendió el por qué, molesto dio dos coces contra la tierra seca y preguntó el motivo de sus risas.
-“Es que tu nombre rima con tu impedimento visual, ja ja ja, eres Diego, el caballito Ciego” – dijo Padilla sin parar de reír. Diego se rió también y expresó su parecer.
-“Claro, yo soy Diego el Ciego, tu eres la Ardilla Padilla y tu Pastor el Castor, todos nuestros nombres riman”. Y con jolgorio celebraron la ocurrencia hasta que la ardilla Padilla se acordó del motivo por el que había llamado a Pastor el Castor. “Diego está perdido y necesita regresar a su casa”. Pastor golpeó tres veces la tierra con su cola en señal de desconcierto, él, al igual que Padilla, no sabía dónde vivía el caballito, así que tampoco podía ayudarlo. Nuevamente la desesperanza se apoderó de Diego y bajando el hocico se tapó la cabeza con sus patas delanteras para llorar más cómodamente, aunque no veía sabía que habían dos animales en su presencia y llorar en público le daba vergüenza. Pastor pensó que Mario el  Canario podría ayudarles. Como se la pasaba volando todo el tiempo, tal vez supiera dónde vivía Diego. Se acercó a un árbol y dio tres golpes con su cola, esperó un rato, de nuevo otros tres golpes, así estuvo hasta que finalmente Mario bajó de la copa del árbol. Aterrizó armando un escándalo, las hojas volaron por los aires y con la brisa procedente del aleteo de sus alas sacudió los rostros de los tres animales reunidos. Terminó estrellándose contra el árbol y varias nueces que la Ardilla Padilla tenía guardadas en una de las ramas, rodaron tronco abajo.
-¿Me habéis llamado? – preguntó Mario el Canario con su voz aflautada.
-Si amigo canario, tenemos a un caballo que no sabe cómo llegar a su casa. – respondió Pastor
- ¿Y yo cómo puedo ayudarlo? – preguntó Mario
- Tú que te la pasas volando sabrás orientarlo para que llegue a su casa – dijo la ardilla.
-En el campo hay muchas granjas, todas de diversos colores, así que no sabría decir cuál de ellas es la casa de nuestro amigo – respondió el canario. Luego de unos segundos de silencio y al ver que el caballito estaba a punto de desmoronarse en un gran llanto, se le ocurrió que Jacobo el Lobo podría ayudarles. Él, como buen caminante podrá decirnos de cual granja procedes. Acto seguido, Mario el Canario afinó la voz y con un cántico armonioso llamó a Jacobo el Lobo. Desde la maleza del fondo emergió una sombra que poco a poco se fue transformando en una silueta con forma definida hasta que los cuatro animales...bueno tres de ellos porque el potrillo no podía, vieron aparecer la figura del lobo.
-He escuchado tu fino cantar y acudo presuroso a ayudar. Dime Mario, ¿en qué te puedo ser útil?- dijo Jacobo con una voz bastante grave, hablaba en ese tono para que los otros animales le tuvieran miedo, pero en el fondo Jacobo era un lobo bueno.
-Amigo Lobo sabemos que todos los días andas merodeando por las distintas granjas en busca de gallinas, ¿podrías decirnos si en alguna de ellas has visto a este caballito que ahora se encuentra ciego y no sabe como regresar a su casa?
El lobo agudizó la vista y lo olfateó de arriba abajo, pero no reconoció a Diego, así que tampoco podía indicarle el camino de regreso a su casa. El caballito ciego se echó nuevamente sobre el lecho de hierbas, la ardilla Padilla iba a decir algo sobre su comida pero se abstuvo en vista de la gran tristeza que rodeaba a Diego. Todos se sentían impotentes porque querían ayudarle, pero al no saber dónde quedaba su casa no podían indicarle el camino. De pronto Diego se levantó de un salto y le preguntó a Mario el Canario.
-Tú has dicho que hay muchas granjas de diversos colores, ¿cierto?
-Sí, si – respondió el canario contrariado porque no sabía exactamente el significado de la pregunta.
-Y tu Lobo al recorrer tantas granjas también te habrás dado cuenta de los colores de cada una.- Y sin dejar que Jacobo el Lobo afirmara o negara nada, agregó. Yo me acuerdo de los colores de mi granja, me la pasaba todo el día brincando de un lado a otro y una de las cosas que más me gustaba  era ver esos colores. Si les digo los colores que ahora no puedo ver, ¿ustedes me podrían guiar con sus voces?
Todos se miraron entre sí, un poco confuso porque no sabían cómo podrían guiarlo. Sin embargo, era tal el entusiasmo de Diego que no pudieron negarse y fue así como el caballito fraguó un plan para que sus nuevos amigos le ayudaran a encontrar el camino de regreso a casa.
-En primer lugar cada uno debe elegir un color o varios porque mi granja tiene muchos colores y no hay otra en todo el campo con los mismos colores. Luego deben afinar sus voces porque a través de sus cantos voy a orientarme. Yo les diré los colores de mi granja y ustedes irán a mí alrededor indicándome con sonidos si ven esos colores.
Fue así como los cuatro animales escogieron sus colores. La ardilla Padilla eligió el naranja y el amarillo; Pastor el Castor el azul y el rojo; Mario el Canario se molestó un poco con Padilla porque él quería el amarillo, pero terminó escogiendo el violeta y el verde; finalmente Jacobo el Lobo escogió el negro y el marrón. Diego les dijo que su granja tenía cipreses verdes, amapolas naranjas, mariposas púrpuras, cercas azules, establos amarillos y todos los atardeceres eran rosas.

Comenzaron su marcha con Mario el Canario cantando una melodía porque todo el camino era verde por la hierba que crecía alrededor. Cuando llegaron al río, Pastor el Castor empezó a golpear con su cola el suelo porque las aguas eran azules. Luego de cruzarlo continuaron con el cántico de Mario porque todo el campo estaba lleno de verdes arbustos. Llegaron a un jardín de flores naranjas y Padilla la Ardilla usó sus dos nueces para avisarle a Diego el color. El caballito se detuvo a oler las flores y comprobó que no eran amapolas sino margaritas, así que continuaron la marcha con Mario cantando. Jacobo mientras tanto resoplaba con su gruesa voz cada vez que se acercaban a un árbol para avisarle a Diego que se apartara a un lado o al otro y así evitar golpearse de frente. El camino continuó a través de terrenos pedregosos y troncos esparcidos y la voz del Lobo sonaba como un eco de ultratumba, intercalada con el canto del canario cada vez que pasaban los pequeños arbustos o encontraban en su camino hermosos pájaros color púrpura, o el repicar de las nueces de la ardilla cuando veían un jardín de flores amarillas o mariposas de grandes alas naranjas, o el golpetear de la cola de Pastor cuando atravesaban los rosales, todos llenos de rosas rojas, o hacían un alto a la vera del río, con sus aguas azules, para calmar la sed. Diego parecía rodeado de una orquesta que le indicaba el camino a seguir según el color que se encontraban. No había pasado mucho tiempo cuando Padilla, Pastor, Mario y Jacobo se detuvieron y como guiados por un director de orquesta ejecutaron todos al unísono su parte melódica para indicarle a Diego que habían encontrado un lugar con todos los colores que el caballito había descrito. Padilla chocaba fuertemente las nueces entre sí porque vio las amapolas naranjas y el establo amarillo; Pastor golpeaba ávidamente el suelo con su cola porque reconoció la cerca azul y el rosa del atardecer que ya caía sobre ellos; Mario trinó con más brío cuando vio un ejército de mariposas púrpuras volando por todos lados, alrededor de muchos cipreses verdes y Jacobo dio un aullido estremecedor cuando vio acercarse una yegua zaina en veloz carrera. Diego quedó maravillado con el sonido de sus amigos, no se dio cuenta de que había llegado a su destino hasta que escuchó la voz de su madre llamándolo. “Diego, hijo mío, has vuelto” y enseguida una lengua suave acarició su cabeza. Aunque realmente no podía ver, supo que estaba en su casa porque pudo reconocer cada color de su granja a través de los sonidos de sus nuevos amigos. No cesaron de tocar sus melodías y el regreso se convirtió en un jolgorio en la granja porque los otros animales también lo celebraron: Tito el Cerdito, la  Gallina Adelina y el Conejo Alejo se unieron a la fiesta bailando y brincando al son de la música de Padilla, Pastor, Mario y Jacobo. Jugaron a escuchar los colores y todos cerraron los ojos para no competir con ventajas y cada vez que alguno de los animales del campo que trajeron sano y salvo a Diego a casa tocaba una melodía, los otros animales decían colores al azar, pero sólo Diego pudo adivinar todos los colores, porque aprendió a escucharlos. Todo era felicidad, pero faltaba una cosa...Diego seguía ciego y tenía muchas ganas de recuperar la vista. Se entristeció al pensar que nunca más volvería a ver. Mario el Canario se dio cuenta de que no estaban todos los colores y pensó que tal vez si lo añadían podía ayudarlo, así que fue hasta las orejas de la Zaina Zarina y le dijo:
-“Zaina Zarina, tú que eres la madre de Diego, representas el amor y sabemos que por muchos siglos el amor ha sido representado por el color rojo, pero como en este caso se trata de la pureza que viene implícita en el amor de madre, tú serás el color blanco y cantarás una melodía para que Diego asocie su sonido al color”.
La zaina Zarina empezó a emitir un arrullo suavecito, casi un susurro. Era la canción de nana que le cantaba a su hijo recién nacido para dormirlo. Poco a poco se le fue acercando y con su lengua limpió sus ojos sucios de tierra. Cuando terminó de limpiarlos, Diego exclamó en voz alta: “Ya veo, ya veo, el color blanco me devolvió la vista”.
-No Diego – dijo el canario – fue la canción de tu madre.

Diego y su madre cruzaron sus cuellos en un abrazo que duró horas y horas, mientras que los otros animales siguieron jugando, los del campo tocaban sus melodías y los de la granja se tapaban los ojos con sus patas y sus alas para adivinar los colores. Y fue así que un caballito aprendió que los colores tienen sonidos y que con un poco de imaginación podremos todos escuchar a los colores. Diego, el caballito ciego me enseñó a escuchar el sonido de los colores.

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