Miro al pasado y encuentro que mi vida fue haciéndose
a retazos cosidos irregularmente en algunas partes y en otras mostrando una
impecable unión, casi imperceptible, de los hechos que desenmarañaron al hombre
que ahora soy o que tal vez siempre fui, sólo que antes mis inseguridades no me
permitieron descubrirlo a tiempo. Por muchos años viví en una constante
dependencia de otras personas, impidiéndome asumir por mí mismo mis propias
decisiones, siempre fui un reflejo de los pareceres de otros. Mis complejos,
mis temores y mis carencias obnubilaron todo lo bueno en mi adolescencia.
Físicamente era un joven desgarbado, demasiado flaco y sin una pizca de gracia,
siempre usé rebecas amplias para esconder mis huesos y la poca musculatura que
desarrollé porque nunca practiqué deportes. En los recreos del colegio y aún
fuera de él, mi vida social se limitó a aislarme en algún rincón, con la única
compañía de Julio José que venía a echarme en cara todo lo bueno que siempre
quise para mí. Llegué a idealizarlo como prototipo de vida, padres famosos,
buen físico, carismático a más no poder y manipulador. Eso era lo que más me
gustaba de mi amigo, su don para manipular situaciones y personas. Aún cuando
era consciente de eso, no tuve objeciones en someterme a sus dominios, bueno,
tuve una y fue no engancharme a las drogas, sólo las probé, a escondidas eso sí
de él y del resto de la sociedad, para darme el gustico de estar a su altura.
Mi vida familiar fue un completo fracaso: una madre alcohólica, un padre que
nos abandonó para rehacer su vida con otra mujer y una hermana que en cuanto pudo
desligarse de nosotros, lo hizo sin el menor reparo. En estos últimos años la
he visto muy pocas veces, después de la muerte de mamá, debido a una cirrosis
agresiva que la consumió de la noche a la mañana, se alejó aún más y sólo me
queda el consuelo de saberla “felizmente casada”, así, entre comillas, porque
estando tan alejada nunca sabré si verdaderamente es feliz al lado de su esposo
y dos hijos a los que la palabra tío les debe sonar a pariente muy lejano. De
mi padre es poco lo que tengo que decir, ya no es mi héroe, dejó de serlo el
mismo día que le blandí un cuchillo en la cara, lleno de ira por pretender
hacernos ver que el fracaso de su matrimonio fue única y exclusivamente culpa
de mi madre. Huyó despavorido y su carrera lo alejó de nosotros y aún hoy en
día sigue alejado de mí al tratarme con mucha cautela, como si fuera un loco
esquizofrénico capaz de reventar en cólera en cualquier momento y clavarle la
puñalada prometida. Demás está decir que nos vemos poco, muy, muy poco y cuando
hablamos por teléfono, los reproches del pasado siempre vuelven para
distanciarnos más.
Cargué con el peso de mi madre yo sólo. Ni Leticia ni
mi padre fueron testigos de la agonía de ella. Los consejos dados a mi madre
cayeron en saco roto por ser un menor de edad que nada sabía de la vida, según
me decía siempre ella, cuando irónicamente fue la vida misma la que me enseñó
desde pequeño todo lo que yo no quería ser ni hacer, al darme, sin opción a elegirla,
la familia que tuve. Y no es que reniegue ahora de los míos, algo bueno
tuvieron que dejó en mí huellas importantes, lo que pasó fue que idealicé
demasiado la vida de otras personas que siempre tuve una herida sin sanar a
causa de ello. Llegué a pensar que estaba destinado a ser un perdedor y a tener
la mala suerte como eterna compañera de viaje. Todo cuanto me proponía se
deshacía en mil pedazos a la menor equivocación, incluso las pocas victorias
que obtuve se vieron opacadas por éxitos aún mayores que mis amigos me echaron
en cara. Era como si nada de lo que hacía era lo suficientemente bueno como
para quedar satisfecho.
Cuando me desprendí de todo lo que fui en mi niñez y en
mi adolescencia, pude saborear las mieles de una vida sino exitosa, al menos
tranquila. Pero este logro lo alcancé a base de negar mi pasado, borrar las
huellas dejadas por mis vivencias y empezar de cero, de la nada. Como si no
hubiera tenido una vida anterior. Tuve que plantearme un cambio que llevó a
transformarme por completo en un ser totalmente distinto, un hombre que aún le
cuesta llevar los hilos de su propia vida por tratarse de otro ajeno a mi yo
real, como si me hubieran hecho un lavado cerebral y me dijeran que sería lo
opuesto a todo lo que fui y, al despertarme de esa hipnosis, me encontrara en
pañales aprendiendo como un bebé de meses las sensaciones de mi nueva vida.
Mi
cambio no se debió a alguna experiencia traumática que me llevara a
replantearme toda mi vida. Lo que me llevó a pensar en mí fue que, estando a
punto de cumplir los cuarenta años, me encontraba en el mismo punto de partida
de hace veinte. Sin planes y sin metas, viviendo la misma vida que me
acostumbré a vivir al lado de Julio José, Noelia y compañía, sólo que sin
drogas y con muy poco sexo, el que pagaba de vez en cuando; pero eso si, con
mucho alcohol y salidas nocturnas por los bares de moda. Por momentos pensé que
seguiría el mismo camino de mi madre y ni su muerte fue la suficiente
advertencia para parar. Era como si tratara de castigarme de esa manera por no
ser como eran los otros, aún cuando hacía exactamente lo mismo que los demás.
La única diferencia era que a los demás parecía satisfacerles ese estilo de
vida y a mí me dejaba un vacío inexplicable que no lograba llenar hasta la
siguiente ronda nocturna. Y así me pasé veinte años de mi vida y me acostumbré
a todas las frustraciones posibles que un ser humano pueda vivir, viéndolo como
algo normal y lógico de mi inocua existencia. Hasta que la conocí y comencé a
ver mi vida con dolor.
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