Lisboa no es una ciudad
que te enamora a primera vista, tienes que pasar varios días entre
sus calles y barrios para descubrir su belleza. No es una ciudad
monumental como París o Londres, no se parece a una ciudad de
cuentos de hadas como Praga o Brujas, ni siquiera es una ciudad
práctica como Nueva York o Barcelona. Es una ciudad decadente, sucia
y ruidosa, con un centro histórico conformado por calles empinadas
que te conducen a barrios que parecieran haberse detenido en los años
70. Y es justamente esa decadencia, ese vivir en el pasado de
espaldas a la modernidad, conservando cierto candor e inocencia, lo
que termina atrapándote a lo largo de los días. Mi primera
experiencia en la capital portuguesa no fue positiva. Caminé cuesta
abajo el barrio de Graça, pasando por el barrio de Alfama, hasta
llegar a pocos metros del puerto y a mi paso lo único que vi fueron
edificios abandonados, quemados y a punto de derrumbarse. Mi
compañero de viaje me hizo la observación de que se sentía como el
protagonista de la película El Pianista, caminando por una ciudad en
ruinas producto de la guerra. Y es que Lisboa tuvo que reinventarse a
sí misma porque si no fue la guerra (me enteré que el monumento
Cristo Rei, un Cristo similar al Cristo Corcovado de Brasil, fue un
monumento que los cardenales portugueses prometieron levantar si
Portugal no entraba en conflicto durante la Segunda Guerra Mundial.
Como así fue, en 1959 inauguraron esta enorme estatua de 110 metros
de altura coronando la cima de la única colina que hay en la pequeña
ciudad de Almada), fueron las fuerzas de la naturaleza que se
ensañaron con esta metrópolis en 1755 con un potente terremoto,
acompañado por un letal tsunami y un abrasador incendio que destruyó
por completo la ciudad y ocasionó más de 100 mil muertes. Por eso,
de la nada, los portugueses tuvieron que levantar esta ciudad que
perdió en parte el esplendor de su época dorada (la mayoría de las
edificaciones fueron reconstruidas siguiendo estilos diferentes al
original) pero que, sin embargo, ganó un estilo propio difícilmente
visto en ninguna otra ciudad europea.
Hay cuatro cosas que me
llamaron poderosamente la atención: los viejos tranvías que
recorren sin parar de un extremo a otro cada uno de los barrios que
conforman el centro histórico, los elevadores que unen la parte baja
a la parte alta, los azulejos que decoran muchas fachadas de casas y
edificios y su olor. Hay ciudades que son recordadas por su olor, por
ejemplo, el olor a chocolate me hace recordar a Bruselas, el olor a
flores me hace recordar a Amsterdan, el olor a leña quemada me hace
recordar a mi querida Málaga (por sus espetos) y Lisboa huele a
pescado (específicamente a sardina). Y aunque uno puede pensar que
es desagradable, pues no, terminas acostumbrándote y a identificar a
la ciudad con ese olor y la evocas como algo característico que va
intrínsecamente ligado. Estos detalles son los que a la larga te
atrapan y te hacen disfrutar de la ciudad, amén de otros que también
forman parte de la idiosincrasia portuguesa. Pero como dije antes el
viaje no empezó con buen pie y sumado a que la primera impresión no
fue buena, estuvo el hecho de habernos perdido durante un buen rato,
dando vueltas en círculo y terminando siempre en el mismo punto. Y
eso que teníamos un mapa general y apelamos también al GPS del
móvil, pero nada, no entendíamos el por qué nuestros pasos nos
conducían siempre al mismo sitio si seguíamos las indicaciones
tanto del mapa como del GPS, al final terminamos tomando un taxi para
ir al apartamento que habíamos alquilado. Menos mal que la brisa
vespertina proveniente del río Tajo nos dio una sensación térmica
inferior al tiempo veraniego, haciéndonos más agradable la
caminata.
Al día siguiente, más
descansados y con las ideas más claras, entendimos el por qué no
dimos con el camino a casa la noche anterior y es que se hace difícil
trazar en 2D la geografía del centro histórico. Lisboa está
conformada por un conjunto de calles empinadas (muy al estilo de San
Francisco, este hecho y el puente 25 de Abril por su parecido al
Golden Gate fueron dos recordatorios constantes a la ciudad
californiana) que se bifurcan en numerosos callejones, que a su vez
se unen a otras calles y “callecitas”, convirtiéndola en un
verdadero laberinto imposible de plasmar en papel, más aún si la
ciudad se divide en dos partes (alta y baja) y muchas de las calles
principales que comienzan en la parte baja se mezclan con callejones
en la parte alta y que no se reflejan en los mapas. Una vez que
entendimos eso, trazamos una ruta para regresar a casa sin perdernos
de nuevo y fue llegar siempre a la parada del tranvía cercana a la
Iglesia de la Magdalena y allí tomar el tranvía 28 dirección
Martim Moniz y bajarnos en la Iglesia San Vicente de Fora, la parada
más cercana al apartamento. Eso nos evitó tomar taxis cada dos por
tres o caminar sin dirección ni rumbo buscando el camino a casa. Ese
segundo día empezamos a disfrutar de la ciudad. Lo primero que
hicimos fue ir a la parte moderna para quitarnos de la cabeza la mala
impresión del día anterior. Tomamos el metro, un metro bastante
moderno aunque sus trenes y estaciones reflejan un poco la decadencia
que vimos pero con la diferencia de estar mejor cuidados y limpios y
cumplir al pie de la letra los tiempos de espera reflejados en las
pantallas. Caminamos por el Centro Comercial Vasco de Gama, muy al
estilo de los malls americanos e hicimos un recorrido por el Parque
de las Naciones, lugar donde se llevó a cabo la Exposición Mundial
de 1998. Acontecimiento que cambió definitivamente la cara de Lisboa
modernizando esa parte de la ciudad y adaptándola a los tiempo
actuales. Su Acuario es uno de los más completos y espectaculares de
Europa (aunque no llegué a entrar porque no me apeteció en ese
momento) y los pabellones se reutilizaron para levantar escuelas y
centro de enseñanzas profesionales (a diferencia de los pabellones
de la Expo de Sevilla que terminaron abandonados y en desuso al día
de hoy). Me monté en un telecabina para ir de un extremo a otro del
Parque y desde arriba apreciar el puente Vasco de Gama (el puente más
largo de Europa y de reciente construcción. Vino a dar un respiro
al puente 25 de Abril, único hasta entonces que unía las dos
orillas del Tajo para formar una única Lisboa), la inmensidad del
río Tajo y su desembocadura en el Atlántico y tener una panorámica
de la parte moderna, con sus edificios altos, sus casas y chaléts
adosados, sin tener nada que envidiar a las urbanizaciones de otras
capitales. Pero esa parte moderna me supo a poco, no era la ciudad
que quería ver. Mi concepto de Europa es distinto a eso. Yo quería
ver joyas de la antigüedad preservadas en el tiempo y desde donde se
construyeron los cimientos de la historia actual. Eso es lo que
significa para mi este hermoso continente.
Así que decidí volver
a la parte antigua y empaparme de esa decadencia que encontré. Por
la tarde de ese segundo día recorrimos las principales plazas como
la Praça Da Figueira, la Praça de los Restauradores, la Praça de
Comercio, la Praça del Marquéz de Pombal y la Praça Pedro IV,
mejor conocida como la Plaza del Rossio, por la estación del metro
del mismo nombre. Una de las características en común de todas
estas plazas es que son espacios abiertos sin ningún tipo de
decoración, salvo la estatua plantada en todo el centro del espacio
y que le da nombre a la plaza. No hay jardines, no hay bancos para
sentarse a disfrutar de la plaza. Sólo la plaza Pedro IV tiene
añadida un par de fuentes ubicadas a cada extremo. La plaza que más
me gustó fue la Praça de Comercio, por estar ubicada a la ribera
del río Tajo, porque era el final de la Rúa Augusta (la principal
calle comercial del centro) y porque viene precedida de un mini Arco
del Triunfo que fue construido para celebrar la reconstrucción de la
ciudad después de su destrucción tras el terremoto. Esta es la
plaza más emblemática de Lisboa porque la construyeron sobre las
ruinas de lo que fue el Palacio Real. En este recorrido descubrí
otro detalle que diferencia a Lisboa del resto de las ciudades que he
visitado: sus aceras. Las calzadas y
calles están formadas por adoquines y mosaicos conocidos como “el
empedrado portugués” y buscando información sobre esta
particularidad encontré que, si ya sé
que todo tiene el mismo
origen, debido al terrible terremoto, decidieron reutilizar
los muros y piedras de los escombros de las construcciones venidas
abajo tras la catástrofe y convertirlos en adoquines para asfaltar
las aceras y
las calles.
Todo para abaratar costes y aprovechar recursos. De esa tragedia
surgió algo original y por la que Portugal comenzó
a ser
conocida en el mundo.
También
subí a la parte alta por el elevador de Santa Justa. Es curiosa esta
forma de ir de
un barrio
a otro.
Se construyó en 1900 y la idea original era unir los barrios de
Baixa con Chiado y así facilitarles la vida a los ciudadanos que
tenían que subir empinadas colinas para ir
a sus casas o a sus lugares de trabajo. Este
elevador es el más destacado por su estilo neogótico y porque
utilizaron algunas de las técnicas y materiales aplicados a la
famosa Torre Eiffel de París. El mismo ticket que usas para el metro
y el tranvía te sirve para subir por aquí. En la ciudad existen
varios elevadores que unen distintos puntos. Yo usé éste y el
elevador de Gloria (el último día) que une el Barrio Alto al Barrio
La Estrela. Al
subir por Santa Justa llegas al antiguo Convento Do Carmo hoy en día
en total ruinas, pero que en su interior se preservan algunos restos
romanos que son la atracción turística del lugar. Decidimos
sentarnos a tomar algo refrescante en la plaza que está enfrente
del Convento y terminamos de pasar una velada agradable escuchando a
los músicos callejeros y refrescándonos con la suave brisa de la
tarde. Tan bien la pasamos, que repetimos experiencia el último día
en la ciudad.
El
tercer día decidimos ir a Belém, una ciudad dormitorio ubicada a 25
minutos en tren de Lisboa. Aquí está la famosa Torre de Belén, el
Monasterio de los Jerónimos y el Monumento a los Descubridores
Portugueses. Ese
día, además de admirar los monumentos que vimos, descubrí
otra
razón para gustarme
la ciudad: su gastronomía. Yo
que no soy muy afecto a comer pescado, probé el bacalao más rico
que me he comido en toda
mi
vida. Y es larga la lista de formas de preparar el bacalao que tienen
los portugueses y no solo el bacalao sino las sardinas, las doradas,
los mariscos. Creo que en este viaje he comido más pescado seguido
de lo que había comido hasta entonces. También
tuve la oportunidad de probar
la Cataplana,
el arroz con mariscos
y el puerco alentejano,
todos
con ingredientes
provenientes del mar. Otra
delicia que probé fue el pastel de Belem, un dulce típico hecho a
base de hojaldre y crema. La
panadería de Belem, creadora del famoso dulce, tenía una cola larga
a su entrada de los turistas deseosos de probarlos. Como
hacía mucho calor
y no
estábamos de
ánimos para
esperar bajo el
sol,
decidimos comer el famoso dulce en otra pastelería unos
metros más adelante y
nos supo igual de sabroso. De
los monumento, decir que la Torre de Belem tiene las influencias
islámicas y orientales que caracterizan el estilo manuelino, estilo
propio
que
distingue la mayoría de las edificaciones y reconstrucciones
portuguesas. Fue un centro de recaudación de impuestos para entrar a
la ciudad desde el mar, ya que se encuentra a la ribera del río
Tajo. El
Monasterio de los Jerónimos fue un monasterio de la orden de los
Jerónimos de estilo totalmente manuelino que mandó a construir el
rey de Portugal para celebrar el regreso del descubridor Vasco de
Gama. Aunque no entramos porque la cola era monumental, disfrutamos
de su exterior. Es hoy en día la edificación antigua mejor cuidada
y preservada de Lisboa y la parte más espectacular es su portada
meridional que conjuga diferentes estilos arquitectónicos,
además
del manuelino, como
el gótico y el renacentista. Y
por último, el monumento a los descubridores. Un monumento creado
para celebrar los 500 años de la muerte de Enrique el Navegante,
reconocido cartógrafo que sentó las bases para el posterior
desarrollo del imperio colonial portugués. Este monumento tiene
forma de carabela y en ambos lados están talladas las figuras del
propio Enrique, junto con los héroes portugueses fuertemente ligados
a los descubrimientos, así como famosos navegantes, cartógrafos y
reyes. Fue
interesante conocer (y
si lo sabía no me acordaba) que
Portugal jugó un papel importante en el descubrimiento de nuevas
tierras, especialmente en el continente africano.
De
regreso a Lisboa, aprovechando que en el tren te deja cerca de la
estación portuaria, tomamos un transbordador para ir a
Calinha,
en la
otra orilla del Tajo
y subir la colina del barrio de Almada para visitar la réplica del
Cristo Corcovado de Brasil. Esta
estatua mide
110 metros de altura y el
pie del pedestal es
un mirador desde donde se puede observar toda la costa lisboeta, la
inmensidad del río Tajo y el famoso puente réplica del Golden Gate.
El
cuarto día fuimos a Sintra, una ciudad Patrimonio de la Humanidad
ubicada a 35 minutos en tren. En este poblado está el palacio
veraniego de los últimos reyes de Portugal, el Palacio Da Pena,
esplendido lugar que tiene una historia relativamente nueva porque
data de finales del S. XIX, También está el Castillo Dos Mouros,
una fortaleza árabe parecida a las Alcazabas de Andalucía. Hoy en
día se preservan las murallas que conformaron esta fortaleza mora y
se hacen excavaciones arqueológicas para seguir desenterrando la
ciudad que un día fue. El pueblo de
Sintra es
pintoresco y con mucho turismo (por
lo que es muy caro, sobretodo para comer).
Ese día lo tomamos en plan relajado y por relajarnos tanto nos
perdimos la oportunidad de ir a la Quinta Regaleira, un palacio
aristocrático de principios del S.XX, considerado patrimonio de la
humanidad. La verdad que fue una lástima porque al ver los fotos por
Internet me di cuenta que no fue buena la decisión de sentarnos en
una cafetería a tomarnos una bebida refrescante y luego quedarnos
allí dejando pasar el tiempo hasta
tomar el siguiente tren rumbo a Lisboa. Lo único que me consuela es
que Portugal está muy cerca de España y es un viaje que se puede
realizar en cualquier momento cuando los bolsillos no dan para otro
viaje más ambicioso. Así que esa visita la tendré anotada en la
agenda para no perdérmela la próxima vez. Al
regresar a Lisboa esa tarde, decidimos tomar el tranvía 28 y hacer
el recorrido de principio a fin. Estuvimos hora y media paseando por
tres de los barrios más emblemáticos de la ciudad: Baixa, Chiado y
el Barrio Alto y
la experiencia fue gratificante por lo pintoresca, especialmente
cuando transitábamos por las estrechas calles de los barrios altos,
tan estrechas que casi rozábamos las fachadas de las casas y los
caminantes tenían que pegarse a las paredes para no ser atropellados.
El
quinto día hicimos dos recorridos: la
Lisboa de la Edad Media y el Barrio Alto y la Estrela. La
primera parada fue el Castillo de San Jorge, una antigua Alcazaba
convertida en castillo con la reconquista
cristiana. Está situado en lo alto de una colina y para acceder a él
se debe subir una empinada calle que te deja sin aliento al llegar a
la cima. Este
castillo, junto
al
Cristo Rei, por estar ubicados
ambos
en lo
alto, son los dos monumentos que pueden visualizarse desde cualquier
punto de la ciudad. La
mayor fortaleza lusitana conserva en buen estado sus murallas y
atalayas, desde donde se tiene una hermosa panorámica de la ciudad.
También
hay restos arqueológicos que
indican que mucho antes de que los árabes dominaran esas tierras, se
había asentado el Imperio Romano, por lo que hay restos
arqueológicos de las varias etapas por las que pasó esta
fortificación. Luego fuimos a la Catedral. Yo no soy católico,
pero las edificaciones que más me gusta ver cuando voy a cualquier
ciudad europea son las catedrales. Hasta ahora para mi la más
impresionante ha sido Il Duomo, la catedral de Milán. Tenía muchas
expectativas por ver la de Lisboa porque los países mediterráneos
(Portugal no linda con el Mediterráneo, pero si tiene una fuerte
tradición católica) se sienten orgullosos y preservan con celo sus
catedrales. Sin embargo, me decepcionó la de Lisboa. No tiene nada,
es un edificio reconstruido en forma plana que desprende un aire
vetusto porque ni siquiera tienen cuidada su fachada. En el interior
se preservan algunas columnas que sirven de soporte a una pared
trasera hecha con el fin de cerrar el recinto, por lo que no tiene
nada de espectacular. Más espectacular me pareció la Iglesia La
Estrela de reciente construcción. Algo
que me pareció curioso es que para tomar fotos en el interior de
cualquiera de las iglesias había que tramitar un permiso, por
supuesto yo no lo hice y las pocas fotos que tomé sin flash fue
aprovechando el descuido del vigilante, mientras regañaba a otras
personas que
hacían caso
omiso al cartel informativo. La
verdad que es una lástima porque la historia de la Catedral La Sé
(así se llama en realidad) en nada merece esta edificación. Ese
día visitamos otras iglesias como La Magdalena (nuestra referencia
para no volvernos a perder), Sao Antonio, Sao Vicente de Fora y La
Estrela. La fachada más llamativa la de Sao Vicente de Fora, el
interior más bonito la de La Estrela. También
fuimos al mirador Porta Do Sol para contemplar el Tajo (por ser una
ciudad asentada en una colina existen varios miradores) y
al terminar el día volvimos a la plaza del Convento Do Carmo a
sentarnos a terminar de disfrutar la tarde, tomándonos una bebida
refrescante y escuchando a los músicos callejeros.
Los
dos últimos día en Portugal los pasamos en el Algarve, la zona
playera por excelencia. Ubicado en el extremo sur del país y muy
cerquita de la frontera con España. Sus playas son distintas a las
playas españolas y realmente espectaculares porque la mayoría de
ellas se hayan al fondo de un acantilado, rodeado por inmensas rocas
que le dan un aire paradisíaco. Es una aventura ir a una de esas
playas porque depende de cual sea, te toca bajar unas empinadas
escaleras para llegar, algunas son hechas por el hombre,
perfectamente transitables como la de la Praia Da Marinha y otras son
talladas en la piedra y de difícil acceso como
la de la Praia Da Carcoveiro,
la
cual representó toda una odisea para nosotros bajarlas y ni les
cuento subirlas, parecíamos
alpinistas.
El Algarve es una zona grande, por lo que nos concentramos en conocer
Carcoveiro y Lagos, dos centros turísticos no tan transitados como
las conocidas Albufeira
o Portimao que
resultan insoportables en temporada alta por la gran cantidad de
turistas (a menos que uno esté buscando mucha movida), pero como no
fue nuestro
caso, disfrutamos
mucho de la tranquilidad que nos
aportaron ambos pueblos.
En
resumen, me gustó Portugal y
repetiría
la experiencia.
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